Weidlé o la nostalgia de un mundo perdido*

por Pablo Carvallo

De origen polaco, aunque francés por su formación espiritual, Wladimir Weidlé se ha constituido en el crítico más lúcido de la crisis cultural de nuestro tiempo. La conciencia de este drama se expresa en Weindlé bajo una postulación religiosa -el regreso a un Dios extraviado por los hombres con eje en un universo clásico-, pero su examen del destino presente a que ha sido conducida la herencia cultural, proporciona un esquema de reflexión que no puede soslayarse. La unidad espiritual creada por la preeminencia de la Iglesia en los siglos medievales posibilitó la existencia de una concepción del mundo compatible con la realidad de esa época. Dicha tradición permitió al artista encontrar en la sociedad un punto de apoyo seguro para sus aventuras estéticas, pues la comunidad humana parecía una estructura concluida, una órbita con leyes tan inmutables como los aforismos aristotélicos. Esa visión y misión del artista quedó rasgada con la aparición de una atmósfera nueva que fue la del Renacimiento, una explosión estética y política que se había preparado con lentitud molecular en los tiempos precedentes.

La universalidad geográfica instaurada por la burguesía, recién emergida de las ciudades y ya dueña de los puertos ultramarinos, contribuyó a modificar las bases materiales de un nuevo ordenamiento mundial. El Renacimiento ofreció a los hombres la recuperación del pasado clásico, una revaluación de los poetas paganos y de toda la escultórica griega, sumergidos hasta ese momento en la opacidad del Medioevo. La pintura reflejó en el gigantismo de sus héroes las fuerzas desplegadas, reprimidas hasta el día anterior, y esa desmesurada presión hacia el esplendor físico encontraba su confirmación en la osadía de las aventuras, trocadas por obra de la revolución técnica en aventuras burguesas: la búsqueda de comarcas y continentes remotos se despojó del delirio puro para encarnarse en la apetencia del oro y de las especias. El poderoso realismo renacentista, aun bajo el ropaje religioso, pareció insinuarse en toda el alma moderna. El hombre y con el hombre su expresión estética, sintió nuevamente sus pies sobre la tierra, asistió a una transformación del mundo que sustituía el poder eclesiástico o feudal por otro poder; igualmente sólido e inmutable. El artista encontraba en todas partes los pilares materiales de una sociedad en la que se apoyaba un mundo en el que había esperanza.
Todo el arte tradicional, entendiendo por tradicional un arte viviente y legítimo, buscó y obtuvo las garantías objetivas necesarias que el artista personalmente rechaza, pero que constituyen la condición primera de su arte. Ninguna catástrofe histórica o social ofreció al arte la escena de creación. El arte se manifestó siempre antes o después de la crisis, ya sea como una anticipación intuitiva del caos o como su reflejo posterior. La Revolución francesa no fue la obra de los enciclopedistas como generalmente afirman textos negligentes. Pero resulta indiscutible que los filósofos racionalistas, que vivían bajo el particularismo feudal nutridos del Renacimiento, dotaron al proceso histórico de Francia de todas las condiciones críticas y espirituales para impregnar hasta la médula la conciencia de los futuros jacobinos. Los años del terror jacobino y del terror thermidoriano dejaron en silencio a los escritores y artistas.

Varias décadas más tarde, aparecen los primeros novelistas que diseñarían, aún desde el punto de vista crítico, las imágenes del acontecimiento. Balzac sería el más eminente de todos ellos, y con Stendhal, el representante más notable de una generación que desnudó el verdadero rol de los triunfadores y usurpadores de la gran revolución. La condición monárquica del autor de “La Comedia humana” no haría más que confirmar indirectamente el hecho de que un artista genuino puede ser vencido por el mundo que evoca, a pesar de sus propias opiniones circunstanciales.

La evolución inaugurada por el Renacimiento se encontró en su plena expresión en el siglo XIX francés, testigo de las explosiones románticas, de las plataformas utópicas y el realismo pequeñoburgués de la escuela de Zola. La naturaleza expansiva del capitalismo ofreció un amplio teatro para el desarrollo de toda clase de tendencias artísticas. Pero al mismo tiempo que ese sistema social declinaba, el arte sintió que en el suelo se abría un abismo y que todos los elementos estables de aquel mundo inmóvil entraban en disolución. Antes de que Spengler enjuiciara la agonía del mundo occidental con su estilo de cruzado, Herman Broch escribía “Los sonámbulos” y Thomas Mann despedía con su obra maciza la literatura clásica alemana. A la manera de una catástrofe diluvial los artistas perdieron sus viejos mitos, el realismo se transformó en surrealismo, el romanticismo tardío de algunos derivó hacia el ilimitado colapso del delirio puro. El siglo XX asistió a una verdadera desintegración de los valores estéticos heredados.

El arte ha sufrido ya todas las aventuras posibles y ha hecho tabla rasa del pasado: tiene ante sí lo desconocido absoluto o la reinvención de los gestos y formas primitivos. La filosofía se vuelve hacia un irracionalismo medieval, semimístico y semivital, pero desvitalizado, una sublime fuga hacia el infinito frente a un mundo que ya no necesita ser pensado sino reconstruido. Wladimir Weidlé, por su parte, aludiendo al destino actual de la novela, ha llamado a nuestra época “el crepúsculo de los mundos imaginarios”, definiendo a los personajes de la novelística documental como “héroes mecánicos”. Como todos los críticos que aíslan el proceso estético del universo exterior y de las implicaciones históricosociales que subyacen en la obra de arte, Weindlé ha caído en el error de declarar agotadas las fuentes creadoras en sí mismas, repitiendo en otra esfera la estrechez de Spengler, que suponía concluido al mundo en vez de circunscribir esa ruina a la agonía del capitalismo con toda su constelación de valores.

El estallido del lejano y torturado Yo, la rebelión o la capitulación de la personalidad sujeta en los moldes de una sociedad en quiebra, la esperanza del siglo XIX transformada en la desesperación del siglo XX, la inmersión de la conciencia en los laberintos de sus propios límites, la enajenación de lo racional en la evasión de un psiquismo sin destino, tales son los síntomas de las letras y las artes contemporáneas. No existe en el vocabulario más palabra que crisis para designar esta situación, esencialmente atribuible a la disolución de la civilización capitalista considerada como un todo. Fenómenos correlativos son el amor a la muerte, el rechazo de toda visión real del mundo, la subversión de los valores clásicos, por una oscura noche de la que el artista no desea salir, la búsqueda frenética de verdades trascendentes para ahogar en la anonadación la furiosa realidad del mundo actual, que aniquila al artista como el paisaje lunar al oxígeno.

Toda la obra de Weindlé es una rapsodia nostálgica. Alude a un mundo definitivamente hundido en el pasado, pero no podrá esperarse ninguna resurrección del arte ajena a un nuevo ordenamiento de la sociedad humana. Ni la literatura soviética actual, fundada en un “ruso básico”, despojado de carne y de sangre y sometido al látigo de la burocracia; ni las letras norteamericanas, emergidas de un “inglés básico” que considera nuevo el realismo naturalista que ya era viejo en Francia en los tiempos de Zola, pueden ofrecer a nuestros ojos los fundamentos de una vigorosa literatura digna del gran caos de nuestra época. Sobrepasada la crisis, el conjunto de las creaciones estéticas de estos años aparecerá como un formidable ejercicio técnico de un periodo de transición, dirigido a sentar las bases de un arte para todos los hombres. La literatura actual no será, pues, solamente el post scriptum de un planeta muerto, sino la amarga anunciación de un nuevo mundo.

*La Prensa, suplemento cultural, domingo 16 de marzo de 1952


Un Ramos desconocido: sus textos literarios en el diario La Prensa

En busca de material para la biografía de Catulo Castillo que estaba preparando, me topé, en una colección de “La Prensa” del año 1952, con una serie de trabajos literarios de inusual enjundia y profundidad firmados por un tal Pablo Carvallo. Rebusqué en mi memoria y no recordé a ningún crítico con ese apelativo por lo que, basándome además en que un autor de esos quilates no podía haber pasado desapercibido en su época, pensé de inmediato en la posibilidad de que se tratara de un seudónimo. Poco después, en un libro de Norberto Galasso obtuve la respuesta: Pablo Carvallo no era otro que el por entonces joven intelectual marxista Jorge Abelardo Ramos.

La historia es más o menos así: el 4 de septiembre de 1951 el joven Ramos viaja a Europa. Su padre le consigue una corresponsalía en el diario “Democracia”, donde firma sus artículos como Víctor Almagro (artículos recogidos después en libro, parcialmente, por la editorial Peña Lillo, bajo el título “De octubre a septiembre”). Esas diarias notas en “Democracia” se publicaron entre enero de 1952 y septiembre de 1955. Al mismo tiempo, a partir de marzo de 1952 envía desde París, casi a razón de una nota por semana, diversos textos sobre literatura y temas de orden cultural que se publican en el suplemento de los domingos de “La Prensa”, cuando era dirigido por César Tiempo. A la sazón el diario de los Paz se hallaba en manos de la Confederación General del Trabajo. Dichos textos, firmados con el seudónimo de Pablo Carvallo –apellido de su por entonces flamante esposa- muestran a Ramos como a un conocedor profundo de los movimientos culturales europeos de posguerra y de su contexto político e histórico social. El brillo de su prosa, mucho más acentuado en escritos políticos posteriores, ofrece destellos que permiten avizorar su futuro de notable escritor. Ramos tenía entonces 31 años. Regresa de Europa en abril de 1953 y colabora en “El Laborista”, con un nuevo nombre de pluma: “Mambrú”. Pero ésa ya es otra historia.

Acerca del trabajo que hoy presentamos, cabe señalar que Wladimir Weidlé (1895-1979) fue un crítico polaco, profesor de Estética en la Universidad de Cracovia y autor de varios volúmenes de su especialidad, entre los que se destaca “Les abeilles d’Aristèe” publicado en nuestro idioma como “Ensayo sobre el destino actual de las letras y las artes” (Bs. As., Emecé, 1943). En este libro -equiparado en su época con “La deshumanización del arte” de Ortega y Gasset-, Weindlé analiza el hecho artístico de su tiempo y llega a la conclusión de que el hombre del siglo XX “no encontrará el arte, a menos que vuelva a encontrar la fe religiosa”, única fuerza “capaz de espiritualizar a las masas y de unir de nuevo las almas atomizadas” dando un sentido a la actividad creadora del artista. Ramos, obviamente, era de otra opinión y lo explicita en esta nota firmada como Pablo Carvallo.

Juan Carlos Jara

Responsable del hallazgo y digitalización

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