Positivismo y Educación en la era de Roca

Por Pablo Carvallo

El conquistador del Desierto tenía 54 años al comenzar su se­gunda presidencia. Su figura se había redondeado; la mirada era siempre serena, teñida de ironía. La calva precoz y los escasos ca­bellos blancos añadían gravedad a la juvenil estampa del general, que había tenido en un puño a la República durante las últimas dos décadas. Hacía veinte años había entrado a la orgullosa ciudad con cuarenta mil soldados de línea; con ese acto había decapitado la hegemonía portuaria, y puesto fin a la dominación del partido mitrista.
Después de vencer al mitrismo, negoció con él; pues el partido porteño poseía en la Capital lo que Roca jamás logró conquistar: la popularidad de una clientela cada vez más cosmopolita. Roca fingía consultar a Mitre en cada ocasión trascendente; en realidad, sondeaba el estado de ánimo de Buenos Aires, que lo miró siempre con recelo. Roca hacía lo que en esos tiempos llamóse “gobierno de opinión”. Unos pocos miles de argentinos votaban en las elecciones; el resto eran extranjeros, que constituían la mayoría adulta de la población. Durante los últimos gobiernos del “régimen”, antes de Irigoyen, la lucha política realizábase entre argentinos, fueran éstos mitristas o roquistas. Sólo con la segunda generación de hijos de inmigrantes se abrirán las puertas de la libertad electoral. Irigoyen dará la fórmula, que no sólo era democrática, sino también nacional e integradora.
El mundo, entre tanto, había modificado profundamente su fisonomía. La era del imperialismo vivía su turbulenta juventud. Kipling había cantado: “Tenemos los hombres, tenemos los barcos y tenemos el dinero también”. El reparto de las colonias y las disputas de las grandes potencias se leían en los diarios de Buenos Aires. El Transvaal y el Lago Victoria, Sudán y Egipto, China y Nigeria —todo Asia y todo África— eran meticulosamente saqueados por la civilización. Los ensayistas indagaban sobre el genio racial del hom­bre blanco, capaz de realizar tales proezas: “Es necesario que el negro sepa que la nación que se ha instalado como dueña en medio de sus sábanas y de sus bosques es más fuerte, más poderosa, más gloriosa que sus antiguos amos”(1).
Gobineau conceptuaba al “ario” como el tipo aristocrático de la raza humana; Carlyle y Kipling señalaban al sajón como el único creador de la historia. El “peligro amarillo” se convierte en el tema favorito de los imperialistas blancos. Ingleses, franceses y alemanes compiten en atribuir a sus respectivos países la función de soldados de una nueva cruzada en los territorios del mundo excéntrico. El joven imperialismo norteamericano acude jadeante a la sublime com­petencia: “Hemos alcanzado ya tal grado de desarrollo industrial que para asegurar la venta de nuestro excedente de productos, nos es pre­ciso abrirles nuevos caminos”, dice sin poesía el Presidente Mac Kinley (2). Teodoro Roosevelt, cínico y rapaz, declara: “La guerra es lo único que nos permite adquirir estas cualidades viriles, necesarias para triunfar en la lucha sin cuartel de la vida actual” (3). Rubén Darío, el nicaragüense, contesta al perro de presa con lo único que en aquella época, antes de Sandino y de Fidel Castro, podían responder, los latinoamericanos:

Tened cuidado. ¡Vive la América Española!
¡Hay mil cachorros sueltos del León Español!
Se necesitaría, Roosevelt, ser por Dios mismo,
el Riflero terrible y el fuerte cazador,
para poder tenernos en vuestras férreas garras.
Y, pues, contáis con todo; falta una cosa: ¡Dios! (4)

El hambre se volvía una “institución en la India” (5). Comenza­ban las intrigas norteamericanas para obtener del Senado de Colombia la concesión en la provincia de Panamá y construir un canal. Se ponían de moda las virtudes raciales: “los cruzamientos borran las mejores cualidades” (6); caían los más cálidos elogios sobre el “dolicocéfalo imperialista y codicioso” (7). El “affaire” Dreyfus en Francia había replanteado con furor antes desconocido la cuestión judía en Europa. La tolerancia cede su paso al antisemitismo, en virtud de las migraciones de los judíos perseguidos de Rusia zarista y Polonia, que alarman a las potencias civilizadas…. “La Francia Judía”, de Eduard Drumont, inicia el escándalo que se “prolonga hasta el 900. El militarismo, el antisemitismo, la aversión al socialismo, nuclean a las clases conservadoras de Francia. A la hora del ajenjo, los antisemitas se reúnen en la Place Blanche (8). Maurice Barrés y los patrio­tas que predicaban la hora del regreso ala tradición y a la sangre, formaban el espíritu de Maurras y los hombres de la “Action Fraçaise”.
La “abuela de la Europa monárquica” se dispone a morir después de un largo reinado; el galante y afrancesado Eduardo VII sube al trono envuelto en la gloria de la guerra anglo-boer, la rebe­lión de los boxers en China, las aventuras de Cecil Rhodes. Hartos de un naturalismo sofocante, los poetas habían iniciado, años antes, la reacción simbolista; había que “torcerle el cuello a la elocuencia”, según el dictamen de Verlaine. De allí al esteticismo, no había más que un paso. Con el puritanismo de la era victoriana, aparecen el “dandy” y el esteta. En ese maravilloso y confortable fin de siglo muere en París Osear Wilde. Rubén Darío traería a la Buenos Aires absorta todas las primicias de las palabras nuevas.
Para la Argentina novecentista de Roca, no obstante, la historia espiritual del mundo sólo se expresaba en el imperio despótico del positivismo. En esos años ocurrían cosas sorprendentes: Freud publi­caba “Interpretación de los sueños”; se escuchaba en París la primera audición de “Pavana para una infancia difunta” y Ravel era audaz­mente aprobado por ciertos círculos; el enigmático anuncio de Max Plank sobre la teoría de los “quanta” despertaba menos emoción. ¡Pero el positivismo! ¡Pero la Ciencia! La idea de la evolución y del progreso ilimitado eran la religión de la época, una verdadera obsesión. Darwin había teorizado sobre la evolución de las especies; por obra de Spencer, se extiende esta idea a la esfera social. Ferdinand Brunetière la aplica a su dominio y habla de la “evolución de los géneros literarios” (9).
Todos los pensadores proclaman la identidad de la evolución con el progreso, transfiriendo a la esfera de la filosofía y de la sociología el optimismo panglossiano de la burguesía próspera del siglo XIX. Es la concepción positivista de un universo rosa. “El presente es superior al pasado, el porvenir será superior al presente”. Como el capitalismo, a lo largo del siglo anterior, no había hecho sino progresar sin tasa, como el acrecentamiento de los bienes materiales, de las leyes benefactoras y de los nuevos inventos parecía sin término, la burguesía mundial encontraba de su agrado este valle de lágrimas e imponía a los filósofos su propia concepción del mundo.
La guerra franco-prusiana, con su fulminante epílogo, había sido un insignificante lunar en el plácido rostro europeo. Desde las guerras napoleónicas, el Viejo Mundo vivía en paz. Haeckel, Darwin, Spencer, Stuart Mill, Comte, son los corifeos supremos de la nueva religión. Algunos sostienen que la evolución no se funda en la selección natural, sino en la adaptación al medio; pero todos coinci­den en la “idea motriz”: la evolución, guiada por la ciencia, ilumina el camino triunfal de una humanidad nueva. La fe en la ciencia adquiere caracteres místicos. La historia se transforma en una línea recta; la historiografía saluda la aparición del erudito, prisionero del “hecho” y de la “ficha”. También la “ciencia” se apodera de los indagadores del pasado. “Los coleccionistas de fichas se sienten sacer­dotes de la verdad augusta”(10).

En la Argentina tenía su eco esta sociología positivista. Lucas Ayarragaray publicaba en Buenos Aires “La anarquía y el caudillismo”. Como lo hará Carlos Octavio Bunge, Agustín Álvarez, José Ingenieros o José María Ramos Mejía, se prolongan aquí, bajo un solemne manto científico, las inepcias de Sarmiento o Mitre sobre nuestra historia. “Las revoluciones sudamericanas no son sino pronunciamientos, subversiones de grupos y de caudillos, sin orientacio­nes de ideales”, expresiones de “poliqueros subalternos o mestizos que por azar tuvieron una acción efímera o irregular en la anarquía ar­gentina”. Ingenieros observa, con aprobación, que en esas luchas, los caudillos “encarnan la resistencia feudal contra la unidad civil de la Nación” (11). Con un lenguaje donde el positivismo se ennoblece con un vago marxismo, Ingenieros alude al combate entre “economía feudal y la economía burguesa”. Y agrega que “la ley de herencia psicológica, constante en la psiquis individual como en el alma de las naciones, induce a buscar en los progenitores el encubierto estigma que asume en sus hijos caracteres notables y violentos” (12). En otras palabras, la maldita herencia española, rebrotada en la América bárbara: “El caudillo argentino, al nacer, trae intensificados los vicios de sus antecesores españoles”. Ayarragaray, por su parte, juzga que en ese origen se engendró el instinto de la prepotencia personal, como norma para ejercer el poder”. Bunge, a su vez, señala la “pereza criolla” y la “tristeza” nacional, como herencia del conquistador. La cualidad del europeo reside, por el contrario, en la alegría y el tra­bajo. “Resignación, pasividad y venganza” serían otros tantos rasgos del indígena, con lo que corrobora a Sarmiento y otros teóricos de la supremacía blanca. Ramos Mejía incurría en esos días en errores no menos monstruosos; si dejamos de lado su índole “científica”, políticamente servían para modelar la idea porteña y oligárquica en la formación de la sociedad argentina. Su libro “Las multitudes argentinas” se fundaba en las vacuidades del célebre divagador Gustave Le Bon, inventor de la “psicología de la multitud”. Sólo puede formar parte de la multitud, escribe Ramos Mejía, “el individuo humilde, de conciencia equívoca, de inteligencia vaga y poco aguda, de sistema nervioso relativamente rudimentario e ineducado, en suma, el hombre cuya mentalidad superior evoluciona lentamente, quedando reducida su vida cerebral a las fuerzas instintivas” (13).
Este biologismo, este “psicologismo” y este sociologismo de pacotilla mal traducida, hacían furor en la Argentina de Roca.
Juan B. Justo adaptará este indigente legado a su partido Socialista. La tradición argentina desaparecía. David Peña, el joven amigo de Alberdi, pronuncia sus lecciones sobre “Facundo”, en la Facultad de Filosofía, cuyo decano es Miguel Cané, ensayando una reinterpreta­ción del caudillo: asombró su elocuencia, pero no tuvo eco.
La juventud frívola, sin embargo, no prestaba atención en esos años a tales especulaciones. Prefería deslizarse hacia el peringundín del sueco Hansen, en un Palermo descocado y libertino donde se tocaba y bailaba una danza nueva: el tango, un cuarteador de Barracas, llamado Villoldo, silbaba cierta melodía profana que daría la vuelta al mundo, “El Choclo”.
En los círculos obreros se leía “Germinal” de Zola, en las ediciones Sempere de Barcelona. La revista “El Sol”, escrita por Alberto Ghiraldo, rendía homenaje a la Escuela Racionalista de Francisco Ferrer, apóstol fusilado en los fosos de Monjuich. Estaba de moda el anticlericalismo. El diputado Carlos Olivera presentaba un proyecto de divorcio en la Cámara de Diputados y las polémicas estremecían la ciudad. El drama “Electra”, de Pérez Galdós, era tomado como pretexto para conmover la muchedumbre de liberales, masones y anarquistas. Se estrenaba simultáneamente en tres teatros porteños; al concluir la función los espectadores salían en manifestación y desfilaban ante la Iglesia San Miguel al grito de ¡Electra! ¡Electra! y ¡Mueran los frailes! En una de las funciones se vio a un abogado desconocido, casi adolescente, llamado Alfredo Palacios, vestido de negro y con un chaleco rojo, encabezar la multitud vociferante. En Córdoba, del mismo modo, la inocente obra de Galdós originaba manifestaciones semejantes: el público salió a quemar conventos y el diario “Los Principios”: pero sólo hubo pedradas contra La Merced. (14) Al morir Zola, la colectividad judía de Buenos Aires cablegrafiaba a la viuda una sola palabra: “Verité”.Los hombres de “ideas avanzadas” bautizaban a sus hijos con el agua laica de nom­bres arrebatadores: Anarquisto, Floreal, Amanecer, Acracia, Liber­tario, Armonía, Alba. “La Nación” antes de hacerse beata, tenía sus arranques antisemitas: Advirtió al gobierno que no convenía favorecer la inmigración judía porque los judíos “eran sucios, indolentes e ineptos para las labores agrícolas y en todas partes donde se han reunido en número considerable han provocado cruzadas en su contra” (15).
La clase decente tenía sus periódicos: “La Nación”, en primer término; “El Diario” de Manuel Láinez, “La Prensa” de los Paz, ferozmente antirroquista; el semanario la “Hojita del Hogar” y “La Buena Lectura”, que devoraban las Hijas de María.
Pero el espejo risueño del 900 era “Caras y Caretas”. Cada semana escribía Fray Mocho sus diálogos admirables. Allí desfilaban todos los tipos humanos y sociales de una sociedad en vertiginosa transformación, rebosantes de ironía, colorido y vitalidad: “Aquí en Buenos Aires no hay más gringo qu’el doctor Pellegrini… ¿sabe?… como no hay sino un solo Don Bartolo y no habrá más Roca que Julio, a quien los amigos le llamamos el Zorro en la intimidá, pa significar que el hombres capaz de pelarse un gallo sin que cacaree y hacerle creer que le van a salir plumas el domingo de carnaval” (16).
Anarquistas e iluminados, criollos y cosmopolitas, clericales y divorcistas, estancieros con hijos en Europa, coroneles del Desierto aburguesados en la prosperidad, soldados patrias en los asilos de inválidos, primas-donnas y sirvientas gallegas, positivistas y poetas bohemios, millonarios y parias, toda la sociedad argentina se dirigía rápidamente en el 1900 hacia la “bella época”, que vivirá su apogeo en las fiestas del Centenario.
Era otra Argentina la que presidía, por segunda vez este gene­ral de 54 años en 1898. La Gran Aldea, transformada por el furor de progreso que se propaga en su presidencia del 80, se daba aires de gran metrópoli; la Grande Argentina soñada por su generación parecía una realidad. Cierto es que todo ese progreso, perceptible en los nuevos edificios –Roca hacía construir el actual Palacio de Justicia, la Facultad de Medicina, la Escuela Industrial de la Nación, los Institutos de Agronomía y Veterinaria–, había sido logrado simultáneamente con el control imperialista de resortes fun­damentales de nuestra economía. Sus causas ya la hemos expuesto en este relato y Roca, como Irigoyen, sólo se moverá dentro de los límites fijados por la historia precedente: el auge mundial del impe­rialismo era incontrastable,
¿Qué quedaba de aquel país de 1880? En la capital que Roca había conquistado para todos los argentinos, acariciada todavía por el viento pampeano, ya se hablaba por teléfono. El compadrito de Fray Mocho, encaramado en el “tranway” a caballo y profiriendo piropos a las chinitas, comenzaba a desaparecer; el cuarteador se hacía vigilante y se enfundaba orgullosamente su casco con punta; el orillero se mudaba de la pulpería al almacén y se empleaba como guapo profesional en el comité. Aquellos bravos cuchilleros alsinistas que pelearon en el atrio por su caudillo, a puro corazón, se harían muy pronto matones de Marcelino Ugarte, el “petizo orejudo”, pro­totipo del oligarca bonaerense, conservador desafiante en el umbral del nuevo siglo. La musa plebeya de Evaristo Carriego cantará al matón, confinado en el suburbio, ya carne de presidio.
El invento de Edison iluminaba las calles porteñas, los troncos Orloff se disponían a dejar su sitio a unos artefactos monstruosos que corrían sin caballos. En los Corrales Viejos hacían sitio para los nuevos Mataderos y las casonas amplias de Rosas caían bajo la piqueta de intendentes que admiraban al barón Haussmann. El Jardín Zoológico, que llamaban “las fieras”, era reorganizado bajo su forma actual; la ciudad entera sufría un cambio prodigioso. Éste era el siglo XX, temido por los agoreros y ambicionado por la nueva generación: la embriaguez de nuevos ideales se apoderaba de la juventud. Roca representaba en ese momento una transición entre la vieja Argentina de nuestras guerras civiles y la organización del Estado moderno. Reúnense en él, de manera alegórica, el curtido soldado de fogón que combatió una vez a lanza y el hombre culto: esta rara síntesis de nuestra historia se dará recién en Roca.
En su gabinete figura el Dr. Osvaldo Magnasco, orador de palabra mordiente, un parlamentario excepcional en una época de cultores del verbo.
Era hijo de un marino mercante de origen italiano, radicado en Entre Ríos; si el padre, como cumplía a un garibaldino era mitrista, el hijo, ya argentino, educado en el colegio de Concepción del Uruguay por cuyas aulas habían pasado Roca, Andrade, Fray Mocho y tantos otros, sería roquista. Una gran sombra vela la posteridad de Magnasco; hay que explicar este silencio, y terminar con él. Magnasco habíase vinculado desde muy joven (nació en 1864) al partido Autonomista Nacional, como casi todos los provincianos pobres. Bajó a Buenos Aires con su apostura no exenta de cierta grandilocuencia, bien plantado y seguro de su valía, dispuesto a ocupar su lugar en la altiva ciudad porteña. Integró el círculo polí­tico del juarismo en auge, pero no se encadenó a la adulación organizada y ciega. Si participó del banquete de los “incondicionales”, en vísperas del 90, siempre actuó con plena independencia en la Cámara, donde adquirió la fama de un hombre que supo conservar el sentido del interés nacional en el torbellino áureo del 90. Sabía bien su latín, y nadie pudo asombrarse de su versación jurídica y humanista; pero concentró la atención general cuando formuló un certero ataque a las tropelías del capital ferroviario británico, con­siderado en esos momentos la varita mágica del progreso argentino.
En un trabajo sobre Magnasco, Julio Irazusta transcribe algu­nos fragmentos del discurso pronunciado por Magnasco en la Cámara de Diputados con respecto al tema antes aludido (17). Miembro de una Comisión Investigadora de los Ferrocarriles Garantidos, este “incondicional” diría sobre el capital británico palabras que no han perdido actualidad: “¿Han cumplido las compañías privadas los nobles propósitos que presidieron estas concesiones de ferrocarril, tan prodigiosas en estos últimos años? El espíritu civilizador, que animó las disposiciones legislativas, ¿ha sido satisfecho por las em­presas? ¿Han servido como los elementos de un progreso legítimamente esperado, o por el contrario, han sido obstáculos, obstáculos serios, para el desarrollo de nuestra producción, para la vida de nuestras industrias y para el desenvolvimiento de nuestro comercio? Mejor sería, señor, que no contestase tales preguntas, porque aquí están los representantes de todas las provincias argentinas, que experimentalmente han podido verificar, con los propios ojos, el cúmulo de pérdidas, de reclamos, de dificultades y de abusos producidos por esto que en nuestra candorosa experiencia creímos factores seguros de bienestar general. . . Ahí están las provincias de Cuyo, por ejemplo, víctimas de tarifas restrictivas, de fletes imposibles, de im­posiciones insolentes, de irritantes exacciones, porque el monto de esos fletes es mucho mayor que el valor de sus vinos, de sus pastos y de sus carnes. Ahí están Jujuy y Mendoza, sobre todo la primera, empeñada desde hace 12 años en la tentativa de la explotación de una de sus fuentes más ricas de producción: sus petróleos naturales. Pero no bien llega a oídos de la empresa la exportación de una pequeña partida a Buenos Aires o a cualquier otro punto, inmediatamente se levanta la tarifa, se alza como un espectro, y se alza tanto, que el desfallecimiento tiene que invadir el corazón del industrial más emprendedor y más fuerte. Ahí están Tucumán, Salta y San­tiago, especialmente Tucumán, lidiando por sus azúcares, por sus alcoholes y por sus tabacos, con una vitalidad que, a no haber sido extraordinaria, habríamos tenido que lamentar la muerte de las me­jores industrias de la República, porque habrían sucumbido bajo la mano de hierro de estos israelitas de nuevo cuño…” (18) .Magnasco agregaba en ese discurso memorable e inédito que el Ferrocarril del Este Argentino costó menos que la suma que percibió la compañía inglesa en concepto de garantía; que un ferrocarril mantenía en Londres un Directorio con un presupuesto anual de $ 124.000 pesos oro mientras que el directorio local sólo costaba $ 27.000 oro al año; que las diferencias de remuneración entre los empleados ingleses y argentinos eran enormes: un jefe de almacenes extranjero ganaba $ 505 pesos oro y su segundo, que era el que trabajaba, sólo $ 20 pesos oro. Añadía que la política ferroviaria británica saboteaba la producción argentina en todos sus rubros: azúcar, cereales, ganados del interior y petróleo. En esa época se ensayó el empleo de petró­leo argentino en las locomotoras y dio excelente resultado por sueconomía y rendimiento; pero las empresas británicas, dice Mag­nasco, interesadas en la importación de carbón, sabotearon el petróleo argentino. “Una de ellas consumía leña, y revendía el carbón importado con exenciones impositivas”. De este género de “incondicionales” del juarismo poco han dicho el cipayaje mitrista y los radicales habladores de todas las épocas, usufructuarios históricos del 90. Pero esto no es todo. Cuandose debatía en la Cámara, en 1892, durante el gobierno del Dr. Luis Sáenz Peña, circunstancialmente dominado por los mitristas, entre ellos Quintana, una intervención a Santiago del Estero, se escuchó la voz de Magnasco: Porque lo que se está perfilando y me temo mucho que suceda, es que los hombres arrastrados, señor presidente, por corrientes históricas conocidas, me temo —Dios quiera que me equivoque— levanten de nuevo aquella vieja tendencia de otros tiempos, que tantos dolores nos cuestan: del gobierno de Buenos Aires sobre el gobierno de las 14 provincias… El Poder Ejecutivo, el gabinete, no es solamente un ejecutivo y un gabinete reclutado en Buenos Aires, casi exclusivamente en Buenos Aires, sino un ejecutivo y un gabinete de barrio” (19).
¡Un ex “incondicional”, un adversario del capital británico, y para colmo, un enemigo del mitrismo localista! ¡Cuánto puede aprenderse de la significación histórica del roquismo a la luz del destino corrido por uno de sus voceros más notables! Magnasco ha sido borrado de la nomenclatura política del país en mérito a dichos antecedentes. Precisamente porque la burguesía comercial porteña, con su gran vocero “La Nación”, ha hecho un matrimonio morganático con los ganaderos bonaerenses, fusionando así definitivamentelos elementos de la oligarquía, es que Magnasco, como tantos otros,es un desconocido para las nuevas generaciones argentinas. Sería injusto atribuir a ese hecho un designio puramente personal: el mitrismo ha sido glorificado como una necesidad de clase, y sus adversarios no asimilados a la oligarquía fueron reducidos a la obscuridad.
Pero faltaría a la personalidad de Magnasco un rasgo esencial para comprenderla en su totalidad: su proyecto de reforma de la enseñanza, que fue al mismo tiempo la razón de su eclipse político. Entramos aquí a la consideración de uno de los fenómenos más reveladores del roquismo en el cuadro de la historia argentina: el primer intento de transformar desde la raíz el sistema universalista, verbal y enciclopédico de nuestra enseñanza, pertenece a Magnasco, mi­nistro de Instrucción Pública de Roca.
El audaz proyecto le costó su carrera. El ministro Magnasco propuso en su reforma educacional sustituir el “Colegio Nacional”, ese semillero de bachilleres que aprenden Historia Universal en Jujuy como en Buenos Aires, Química y Física en Junín como en Chilecito y Filosofía en Berisso como en Trelew, por una organiza­ción descentralizada de colegios secundarios que reflejara en sus programas las características geoeconómicas de su ciudad o provin­cia, reduciendo la enseñanza humanista a lo necesario. Magnasco concebía la enseñanza secundaria como la palanca para construir un país moderno, y como el medio de modificar las condiciones atra­sadas de cada región argentina, proporcionándoles los técnicos requeridos. En el fondo de esta reforma radical, se encontraba la antítesis del universalismo abstracto que desvincula actualmente estudiante de su tierra, su historia y su tiempo, y que conforma la masa del estudiantado cipayo.
Era un proyecto revolucionario de la burguesía intelectual pro­vinciana en una hora irrepetible. El insigne latinista suprimió la enseñanza del latín, con el apoyo de Lugones, y así como los clericales lo acusaron de anticlerical por esa medida, los mitristas combatieron su proyecto de ley en nombre del verbalismo clásico de loscolegios Nacionales, fundados por Mitre de acuerdo a su política europeizante, que complacían su inclinación natural.
Todo esto ocurría en 1901 y la oposición porteña y mitrista a las medidas renovadoras del joven ministro propendían a transformar el debate en un escándalo que reuniría nuevamente en un bloque a los masones mitristas, a parte del roquismo liberal y a los clericales más fanáticos. Ante el anuncio de Magnasco de que ninguna extorsión lo haría renunciar, el diario “La Nación” publicó una denuncia según la cual Magnasco se habría hecho fabricar en la cárcel y con fondos oficiales, algunos muebles de uso personal. ¡El noble general Mitre no alteró nunca su estilo político! El traductor del Dante cumplía el 26 de junio de ese año 80 años, y la máquina de prestigio ya estaba montada. Se preparaba un fastuoso jubileo, con la participación de esa camarilla inamovible de viejos campa­nudos que surten desde entonces nuestras academias y magistratu­ras. En tales circunstancias, el ministro Magnasco, desbaratando con dos frases aclaratorias la mezquina intriga urdida entre “La Nación” y el director de la cárcel, funcionario incompetente en vísperas de ser removido, lanzó en la Cámara estas palabras dirigidas al austero Mitre: “Quizás haya llegado a oídos del señor general mi desafecto por la ceremonia de su deificación. Quizás, señor, yo profeso principios republicanos, por lo menos trato de ajustar a ellos mi conducta. Puede que haya también llegado a sus oídos la frase acaso festiva —que me debía disculpar y que puedo repetir porque no ha­blo en nombre del poder Ejecutivo: Después de la ceremonia ten­dremos que llamarlo como a los emperadores romanos: Divus Aurelius, Divi Fratres Antonii, Divus Bartolus”.
Según el diario “La Prensa”, Mitre, que era senador, dijo: “Magnasco está muerto”. A su vez, “La Nación” defendió, al turbio director de la cárcel. Y en el debate parlamentario, púdose “observar” la descomposición mortal del roquismo, que ya empezaba a perder su nacionalismo para quedarle tan sólo su liberalismo; cuando los roquistas fueron sólo liberales, se hicieron conservadores, sobre todo los ganaderos y la gente de pro. La resistencia a la Ley Magnasco, pues, no fue sólo de los mitristas; también partió de numerosos par­lamentarios roquistas, puramente anticlericales e influidos por los debates de Francia, quienes pensaban que de prevalecer la ley propiciada por Magnasco, los colegios nacionales subsistentes, con su humanismo abstracto, quedarían en manos de los curas. Por lo cualmasones, mitristas y clericales— adversarios estos últimos de la ex­pansión de la enseñanza técnica— se unieron (como en el 80, y el 90) contra Magnasco.
El general Roca demostró en la emergencia que su época había concluido. No sostuvo a Magnasco el soldado lúcido del 80, y lo dejó caer, cediendo a la campaña difamatoria de “La Nación”, que todavía se daba el lujo de voltear ministros, ya que no podía nom­brarlos. Roca estaba acabado, como lo diría su antiguo amigo Pellegrini, él mismo envejecido y desengañado ante las poderosas fuerzas económicas y sociales de una oligarquía que se consolidaba rápida­mente. La desaparición del joven Magnasco de la vida pública fue total, y ése fue el epitafio de Roca. El ex Ministro se recluyó en su casa, tradujo a los clásicos y cuando murió en el más completo aislamiento, el diario “La Nación”, que es habitualmente un verda­dero fascículo necrológico, fue sobrio por una vez, y sólo dijo: “Ha fallecido esta mañana en Buenos Aires el Dr. Osvaldo Magnasco”.Desde entonces, y han pasado sesenta años, Magnasco fue un per­sonaje inexistente, porque Mitre tenía razón al afirmar en el Senado: “Magnasco ha muerto”;ya había demostrado su pericia como sepul­turero al lapidar a Rosas, al Chacho y a los caudillos populares. Comenzaba la edad glacial de nuestro pasado; Magnasco fue su primera víctima. ¡Cuántos siguieron después!: Ernesto Quesada, David Peña, Juan Bautista Alberdi, Manuel Ugarte y, como era de esperar, el propio Roca, ahogado en la mortaja de bronce que fundió, irónicamente, la oligarquía victoriosa.

París, abril de 1952


Responsable del hallazgo y su digitalización : Juan Carlos Jara
Responsable de su publicación original en Internet: Cuaderno de la Izquierda Nacional

NOTAS

1 De Revolución y Contrarrevolución en la Argentina, Ed. Plus Ultra, Tomo I, Buenos Aires, 1965.1 Robert Schnerb, El siglo XIX, Apogeo de la Expansión Europea. Ed. Destino, Barcelona, 1960, V. 6, p. 578.
2 Ibíd., p. 577.
3 Ibíd., p. 583.
4 Rubén Darío, Cantos de vida y esperanza, p. 74, Ed. Zig-Zag, Santiago de Chile.
5 Maurice Baumont, L’ essor insdustriel et l’ imperialismo colonial, Presser Universitalres de France, París, 1949, p. 226.
6 Le Bon, en Schnerb, ob. cit., p. 580. H Vacher de Lapouge, en Schnerb, ob. cit., p. 580.
7 Vacher de Lapouge, en Schnerb, ob. cit, p. 580.
8 Andre Billy, L’époque 1900, p. 397, Ed. Tallandier, París, 1951.
9 Baumont, ob. cit, p. 541.
10 Ibíd., 549.
11 José Ingenieros, Sociología argentina, p. 185, Ed. Losada, Buenos Aires, 1946. El mismo autor comenta el libro de Ayarragaray en los siguien­tes términos: “La psicología del mulato y su influencia en nuestro ambiente político queda bien evidenciada en muchas páginas brillantes, así como las otras formas de hibridismo: “Toda la gama del mestizaje” (p. 194). Según se ve, tampoco escapó Ingenieros a las ideas en boga, que adquirirían impor­tancia política de primer orden con el triunfo de Irigoyen en 1916 y con el de Perón en 1946. El liberalismo y la izquierda cipaya nutrieron su odio al criollo en las fuentes del positivismo.
12 Ibíd., p. 161.
13 Ibíd., p 103.
14 Carlos Dalmtro Viale, Buenos Aires, 1902, Batalla del divorcio, p. 15, Ed. El Cuarto Poder, Bs As, 1957.
15 Ibíd., p. 73.
16 Fray Mocho, Obras completas, Ed. Schapire, Buenos Aires, 1954.
17 Julio Irazusta: Osvaldo Magnasco y su denuncia de los abusos cometidos por el capital británico, Buenos Aires, 1959.
18 Ibídem.
19 Ibídem.

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