Una melancólica sociedad victoriana

Jorge Abelardo Ramos

Resulta muy aleccionante que entre 1953 y 1980, la edad de una generación, la atormentada realidad argentina haya podido com­primirse en la visión de dos grandes artistas: Ernesto Sábato, con su novela El túnel y las lúgubres obsesiones que la recorren y, en otra franja del universo estético, “Carnepicada”, de Jorge Asís. Ambas obras contienen y revelan, entre lágrimas y sarcasmos, los grandes relámpagos internos de una sociedad que los viejos políticos han renunciado a comprender. Pues, en resumidas cuen­tas, a muchos les resultaría difícil admitir que a partir de la caída de Perón —y no antes— la Argentina conoció de nuevo Ushuaia, fusilamientos (de los generales Valle, Cogorno y otros), las masacres obreras (en los basurales de José León Suárez), el Plan Conintes implantado por Frondizi contra el movimiento obrero, y, en fin, el pedido del democratísimo canciller radical Zavala Ortiz a la dictadura brasileña, para que el avión que traía de regreso a Perón fuese retenido en el aeropuerto de El Galeao en 1964. Enseguida, el golpe de Onganía. Y luego, el terrorismo naciente de los estancieros y fascistas (Diego Muniz Barreto y Firmenich), el asesinato de los generales Aramburu y otros, de los dirigentes obreros Vandor, Alonso y muchos más. En fin, tras una pausa milagrosa, —la del triunfo del 23 de septiembre de 1973— la caída en el terrorismo generalizado: Montoneros, ERP, FAR, las Triple A, los servicios secretos del Estado y las FF.AA. Fue una marea alucinante donde los terroristas y los contraterroristas diezmaron a inocentes de todos los bandos. Y, a continuación, el sexenio siniestro.
¡Y pensar que lectores desprevenidos se preguntaban con candor, algunos años antes, de dónde sacaba Sábato sus pesadillas y quizás con ironía se interrogaban sobre los artificios a que se libraban en su oficio los extraños magos de la palabra! Pues bien, es preciso reconocer que los novelistas, poetas y profetas de aquella Argentina arcaica penetraron profundamente el secreto de sus tranquilas vísperas. Pero deseo reiterar aquello que dije al comienzo: hace un cuarto de siglo que el país se deslizó, cada día más rápidamente, hacia un abismo sin fin de horror y decadencia. Y esta temporadita en los infiernos comenzó justamente a partir del momento en que los demócratas y el gran capital extranjero arrojaron del poder al famoso tirano.

El hundimiento del viejo orden


En grandes líneas, ¿cuál es el “núcleo motor” de semejante proceso? ¿qué fuerzas empujaron al país hacia la Pequeña Argentinal Es verdaderamente asombroso que todavía ningún personaje de la política, la economía o de los gobiernos militares haya reflexionado sobre las causas más hondas de esta crisis. No parece descabellado deducir que semejante parálisis intelectual obedezca al hecho de que los mismos factores que trajeron al mundo hace cien años a una Argentina exportadora, y europeizada hasta sus últimas fibras, aquella sociedad victoriana posterior al noventa, que engendró partidos políticos, instituciones y visiones particulares de una cultura de factoría, sean justamente los que impiden que los tripulantes de la gran nave puedan pensar en nada mientras se hunden con ella.
Quizás por tal razón es que percibimos la atmósfera de un fin de época. Claro está que es nuestro deber saber bien qué es lo que queda atrás, ya que de otro modo no podríamos pugnar para abrir el camino a una sociedad nueva. Si no examinamos lo ocurrido, la dolorosa experiencia vivida habrá sido inútil.
En términos rigurosos, ya no hay duda alguna que las grandes fuerzas internas (la oligarquía pecuaria y financiera) y el poder externo han logrado impedir, de diversos modos, pero en particular por la violencia y por la malformación cultural de las horribles universi­dades y colegios militares argentinos, que el capitalismo pueda de­sarrollarse en la Argentina. En otras palabras, la oligarquía del país no quiere capitalismo industrial que desarrolle las fuerzas produc­tivas y que obtenga las mismas ventajas de civilización, ciencia, cultura y bienestar que ha logrado ese sistema en Europa y Estados Unidos. Más aun, el imperialismo, (dando a esta expresión un sen­tido muy amplio) sea europeo o yanqui, se opone al capitalismo de los países atrasados. Al pasar, ¿no pretendía la URSS crear entre los países socialistas su propia división internacional del trabajo? ¿No ha permanecido Cuba como factoría azucarera?
Formulado tal concepto central, que desmiente las ilusiones de Marx sobre la penetración del imperio inglés y sus ferrocarriles en la India del siglo XIX, muchos exégetas nativos del benéfico ca­pital extranjero nos señalarán con un puntero la pizarra donde fi­guran numerosas empresas industriales de ese origen en países del Tercer Mundo. Cabe observar que tales empresas ingresan a los mercados internos del mundo semicolonial en procura de una me­joría de la tasa de ganancia y no como parte de ningún plan im­perialista. Se aprovechan de las circunstancias políticas de la re­gión dada: si hay dificultades, cierran las fábricas y se retiran del mercado. Pero la tendencia natural de las industrias del capital ex­tranjero desde 1930 a hoy se define como propensa al monopolio del mercado interno y se sitúa en ramas específicas: automotrices o pe­troleras, básicamente. Por el contrario, los grandes países indus­trializados prefieren invertir y desarrollar otros países avanzados (capitales yanquis en Europa, por ejemplo) porque ciertos grupos prefieren un marco político menos peligroso que los países semi-coloniales.
Pero lo que es una pura evidencia en la Argentina es que los intereses extranjeros y oligárquicos han obstaculizado con éxito el proceso de crecimiento capitalista y cada vez que han podido (y han podido muchas veces) expulsaron a las fuerzas nacionales del poder, redujeron la política industrial, fabricaron desocupados y facilitaron la emigración de profesionales y técnicos calificados.
El odio a Perón de la oligarquía y las clases medias de la vieja sociedad agraria en el período 1945-1955, y aun después, se fundaba en que Perón representaba una tentativa para alterar el orden rural y exportador, revolucionaba la estructura del Estado improductivo, incorporaba un sistema de planificación. En otras palabras, encarnaba la voluntad de internar a la factoría exportadora en la zona tormentosa del capitalismo moderno. Pero el capitalismo había dejado de ser moderno en cierto sentido, y sobre todo, se oponía a la modernidad ajena. Aunque la división internacional del trabajo había estallado con la crisis de 1930 y Adam Smith yacía en la tumba hacía mucho tiempo, los Estados-astros —que se habían vuelto proteccionistas (basta señalar al Mercado Común Europeo, las subvenciones a los agricultores en Estados Unidos y las limitaciones para el ingreso de autos japoneses)— persistían y persisten en apoyar a las fuerzas oligárquicas de la Argentina que postulan una economía abierta, economía que ha dejado de existir en todo el mundo.
Es natural que ante las tentativas del peronismo para tomar el poder, construir la industria pesada, una marina mercante propia, un sistema de seguros y reaseguros argentinos, una flota aérea, una investigación atómica nacional y una red de empresas del Estado que contuvieran la presión extranjera sobre la economía del país, la anacrónica rosca del puerto de Buenos Aires no haya cejado en sus propósitos de impedir la grandeza nacional. Claro está que podríamos preguntarnos cómo ha logrado subsistir dicha rosca y cómo ha conservado su influencia. Esto nos llevaría por ahora demasiado lejos. Pero diremos que la oligarquía derribó a Perón y lo sobrevivió porque:
—El Ejército argentino carece de una formación nacionalista en materia económica, geopolítica y política.
—Las Universidades argentinas, desde hace un siglo, producen profesionales que conocen mal el país y sólo procuran el éxito personal.
—Los nexos con el imperialismo europeo infundían a las clases agrarias, parásitas o productivas, la idea de que el comercio de carnes o granos aseguraría su bienestar con o sin industria argen­tina, con o sin soberanía.
—La prensa comercial de Buenos Aires ejerció siempre un papel de superintendencia espiritual del interés extranjero y oligárquico.
—Perón se esforzó por crear un nuevo Estado, pero fracasó en la tarea de crear un nuevo Ejército y una nueva Universidad, así como dejó a la oligarquía y a sus instituciones (Cámara Argentina de Comercio, Sociedad Rural Argentina, los grandes Bancos y financieras etc.) en posesión de un poder hasta hoy incontrastable.

Se pierden los vínculos con Europa


Un hecho nuevo, sin embargo, se fue introduciendo lenta e implacablemente en este cuadro. Este hecho es la quiebra de los vínculos argentinos con Europa. Lejos de unirnos, ahora el Atlán­tico nos separa de los viejos imperios. Europa occidental se ha encerrado en su autarquía económica y Europa del Este, en una autarquía que ellos llaman socialista.(l) A su vez, la Argentina ha perdido sus mercados tradicionales y debe volverse hacia la América Latina. Pero no se trata, pura y simplemente de sencillos reemplazos en el sistema comercial. Toda la vieja estructura erigida en el país desde antes de 1900 para sostener la integración de la Argentina como provincia agraria de Europa se ha desploma­do. Es por esa razón esencial que están en quiebra los grandes frigoríficos. Han envejecido los ferrocarriles diseñados desde las zonas agropecuarias de las tierras centrales para confluir sobre el puerto de Buenos Aires. Ya nadie sabe qué quiere decir el normalismo sarmientino ni dónde queda la civilización y la barba­rie ni cómo reestructurar la enseñanza en todos los niveles. Hoy parece de un patetismo ridículo esperar el último libro de Francia para comprender la última moda o que los ex alumnos argentinos de Universidades inglesas se reúnan a comer mensualmente en su Club Picwick. Hurlingham, Temperley y Banfield se han despoblado de gerentes ingleses ya hace muchos años. Algún anciano funcionario, olvidado en Sudamérica, todavía adquiere con nostalgia, en la calle Florida, la loción de baño James Smart.
Se agrietaban ya hacia 1970 las categorías neopositivistas de Gino Germani. Ningún psicoanalista joven de la misma época creía ya en el santoral litúrgico de la Sociedad Psicoanalítica Argentina, que recibía la suprema inspiración desde la brumosa Londres. La nueva historia socialista, la puesta en discusión de los valores antropológicos, la vetusta política científica de los Houssay, que no conducía a nada (salvo a un Premio Nobel, de sospechoso valor en el mercado), todo estaba en crisis ya en 1970, cuando resuenan las primeras descargas de la demencia terrorista. ¿No disparaban acaso sus armas las chicas que apenas ayer estudiaban en el Sagrado Corazón y los chicos del Champagnat? Deberá comprenderse que aquella Argentina, sentada sólidamente en el comercio exterior y estereotipada en el vano orgullo de ser blanca y europea, había sucumbido para siempre. La incertidumbre en una cultura, así como en un modo de vida, fundados en un vínculo al parecer inextinguible, fue de tal modo corrosiva que, como todas las grandes crisis que afectan a un pueblo, se expandió sutilmente por los canales y sistemas nerviosos de la vieja sociedad, en particular en la inteligencia: los militares, las clases medias asen­tadas, ciertas capas de la Iglesia, en suma, en la Argentina visible. Los hijos de los gorilas se hicieron peronistas. ¿Se hicieron peronistas? Nada de eso. Se pasaron al peronismo para mejorarlo. Es decir, para destruirlo por dentro, ya que sus padres, una generación anterior, habían fracasado en destruirlo desde afuera. Los padres gorilas, en 1945 o 1955, habían querido aplastar a Perón y enseñarle al pueblo el significado de la democracia. Ahora la teoría de sus vástagos era la siguiente: “Este viejo hijo de puta arrastra al pueblo y hay que enseñarle al pueblo en qué consiste la revolución “. Hasta los hijos de los militares se hicieron peronistas, es decir, antiperonistas. Pero esta confusión no era más que aparente.
En 1973 no sólo había llegado a su término lo que restaba del Estado peronista, arruinado por los rosqueros de la oligarquía, sino que el retorno de Perón, como Ulises a Ítaca, sólo contenía su último discurso y su inminente muerte. El camino estaba expedito y la locura furiosa de una parte de la clase media, que no se resignaba a un destino mediocre, sirvió una vez más al gran patrón portuario. Podía verse nítidamente que la Argentina exportadora ya no podía seguir adelante. Tampoco la Argentina industrial de Perón era viable si la oligarquía conservaba las palancas reales del poder cultural, financiero y económico. Los generales de 1976 se propusieron poner término al terrorismo, entre cuyos miembros había no escasos parientes del clero o hijos de militares. En realidad, ya que la oligarquía y el poder imperial se oponían al capitalismo nacional como factor de crecimiento, los militares optaron por dejar de crecer. Solo emplearon la palabra grandeza al pie de los mástiles.
Es cierto que muchos argentinos han partido para vivir en otros climas, con un título bajo el brazo, así como sus bisabuelos hace un siglo llegaban iletrados hasta aquí para ganar su pan. Pero quedan aquí muchos millones de argentinos. No son pocos para rehacer una sociedad que los vampiros de esta larga noche han debilitado. Como decía en feliz expresión el Obispo Zazpe, hay una Argentina secreta y ella dará vuelta el poncho y expulsará a los mercaderes.

(1) Escrito en 1982


Anemia de la partidocracia argentina


Al examinar el colapso de la partidocracia argentina un perfume a corona fúnebre impregna el espíritu. No podrá dudarse que la naturaleza de esta decadencia se encuentra estrechamente vincu­lada a la sociedad en cuyo seno se formaron los actuales partidos, el peronismo incluido. Si se toma en cuenta al radicalismo, veremos qué cambios profundos se han producido en su composi­ción desde los tiempos de los gauchi-doctores de Yrigoyen. Las patriadas radicales, que se alzaban con todos sus elementos contra el régimen, no sólo incluían a patricios de notoria estirpe, como el nieto del vencedor de Ituzaingó, o descendientes de camaradas de San Martín, sino asimismo a los últimos soldados de los entreveros jordanistas. Y esto no era todo. Tomaban las armas por la libertad electoral también los hijos o nietos de inmigrantes, empleados ferroviarios de apellido italiano, o antiguos matreros corridos por la alambrada y hasta notorios y recios dueños de reñideros de gallos venidos de las orillas del Rosario. Urbano y rural, conspira­dor y patriota, mezcla de peones y estancieros, inmigrantes y criollos, el radicalismo se componía de clases sociales y personajes históricos de profundo arraigo. Bastaría echar una mirada al partido de Alfonsín —mixtura de corrupción y cipayismo— para que salte a la vista la diferencia. Es que al cambiar la sociedad ha cambiado el partido. De radical sólo conserva el nombre.
Para oponerse a Yrigoyen se fundó en 1916, como apresurado recurso electoral, el partido Demócrata Progresista. Resultó de la fusión de los grandes núcleos conservadores del país, excepción hecha de los vacunos de Buenos Aires, que dirigía elpetiso orejudo Marcelino Ugarte. Su incómodo jefe resultaría ser Lisandro de la Torre, un liberal, mitrista de familia, hacendado menor y díscolo primo del conservadurismo bonaerense. Había grandes nombres en sus filas de 1916. Luego declinó con el triunfo de Yrigoyen. El suicidio de De la Torre en 1939 puso fin a una tentativa conserva­dora liberal inviable. Más tarde, la democracia progresista realizó alianzas tan singulares como la practicada con el Partido Socialista en 1932, con el Partido Comunista en 1946 y con todas las dictaduras militares a partir de 1955.
Poco puede decirse de los conservadores tradicionales, expre­sión cerril de aquel viejo partido Autonomista Nacional de Roca cuyo sector popular siguió a Yrigoyen. Se avergüenzan de llamar­se de derecha (como solían hacerlo en la década del 30) y ahora prefieren denominarse de centro. Pero sus grandes figuras parla­mentarias han desaparecido sin reemplazantes. La propia oligar­quía conservadora, fundada en los poderosos criadores de ganado, se ha deslizado hacia el terreno fangoso y ultraparasitario de las finanzas y de los negocios internacionales. De este modo, se ha fragmentado su poder. En la Capital Federal las multinacionales tienen su expresión política en Alvaro Alsogaray. Pero los rurales, se resisten a ser representados por este gerente del imperialismo. La división de los centristas parece un hecho irremediable. Sólo los une el poder militar cuando los intereses conservadores encuentran una espada para servirlos.
En cuanto al justicialismo, su crisis ha permitido el triunfo de Alfonsín. Sus inacabables disputas intestinas se han revelado como el mejor sostén que podía soñar el gobierno radical.
Su mayor obsesión actual es la democracia formal. Esto equivale a decir que su esencial preocupación es compartir el contubernio con los radicales, socios a su vez de la banca mundial. A tal situación han venido a parar algunos sectores del gran movimiento fundado por el Coronel Perón. Salvo el astrólogo López Rega, nadie podría predecir su porvenir. Bajo la superficie laten, sin embargo, grandes corrientes revolucionarias sin expresión todavía. Pues vale la pena subrayarlo, es en el único sector de la política argentina donde se encuentran inconformistas y partidarios de la ruptura del statu quo, lo que vuelve más trágica todavía la contradicción entre la pasividad de la cumbre y el potencial revulsivo de las corrientes populares que circulan en lo profundo del mastodonte.

La izquierda en la Argentina


Si se dejan a un lado, por irrelevantes, los partidos provinciales o localistas, los condottiere como Manrique o la patrulla perdida de los viejos radicales guiados por Alende y rodeados de ultraizquierdistas hambrientos de diputaciones, resta considerar la genérica izquierda, nacida casi al mismo tiempo que el Partido Autonomista Nacional y simultáneamente que el radicalismo.
Alejo Peyret y Ave Lallemant, europeos notables, ya habían recorrido la Argentina en el siglo XIX trayendo consigo algunos conceptos generales del socialismo. Pero así como la historia ha demostrado que hay muchos socialismos, también ha probado que la izquierda argentina sólo conoció uno de ellos (disputas teológicas aparte) que fue justamente el que le impidió comprender el propio país.
¿Cuál era su sustancia? Juan B. Justo, maestro de las infinitas izquierdas posteriores, describió la Argentina como un país capitalista, estructurado en clases. Dos de ellas eran enemigas, como decía El Capital: la burguesía y el proletariado. Sin embargo es necesario recordar un hecho: la burguesía (industrial) era casi inexistente; y, como lógica consecuencia, el proletariado apenas estaba en formación. La clase dominante no era la burguesía industrial disecada por Marx, sino la oligarquía terrateniente; y la masa de desposeídos no se encontraba entre los escasos obreros sino entre los mayoritarios peones, changarines, chacareros sin contrato, trabajadores del azúcar o de la vid, pequeños empleados, artesanos pobres, bolicheros. País agrario semicolonial, separado, además, de América Latina, la Argentina adolecía de insuficien­cias múltiples: le quedaba por resolver una cuestión democrática y una cuestión nacional. Si la izquierda adoptaba, como lo hizo, una posición clasista, semejante conducta antiburguesa no sólo apartaba al naciente proletariado de su necesaria alianza con las otras clases explotadas, sino que debilitaba el Frente Nacional requerido para una victoriosa lucha contra el imperialismo extranjero. El clasismo, desde Juan B. Justo hasta los izquierdistas de hoy, sería la justificación doctrinal para que la izquierda se opusiese a Yrigoyen, en su tiempo; y luego a Perón y al peronismo. Todos estos movimientos nacionales eran descalificados como burgueses. Recuerdo que en 1945 nuestras discusiones acerca del peronismo recién nacido giraban en torno a si era posible o no apoyarlo, teniendo en cuenta su dirección militar burguesa. Co­nozco el paño porque he sido sastre.

Socialistas y comunistas coinciden con la oligarquía


La presión cultural euromarxista era tan fuerte que apoyar sin vacilaciones al proletariado argentino en ese año casi suponía una traición al proletariado mundial. Después se vio que al proletariado mundial y en particular, al proletariado europeo la suerte del proletariado argentino le importaba un rábano y la confiaba al imperialismo. Pero había algo de sospechoso en este clásico antiburguesismo de las izquierdas argentinas. Ya hemos dicho que por el propio carácter semicolonial de la Argentina, es decir por su relativo atraso histórico evidenciado en su embrionaria industria, la burguesía nacional era de muy reducido peso social y político. La clase social predominante, en la economía, el gobierno, la cultura, la prensa, las instituciones empresarias, la Universidad, era la oligarquía agraria exportadora. Y esa gravitación era tan poderosa que impregnó el pensamiento de la izquierda hasta nuestros días. La conducta antiburguesa de la izquierda no se fundaba, como se ha creído siempre, en la fascinación intelectual que despertaba El Capital, al que ningún izquierdista había leído ni en el resumen de Deville, ni tampoco en el pensamiento socialista de la clase obrera (que había sido yrigoyenista y luego peronista) sino en el agrarismo antiburgués de la sociedad oligárquica, cuyas ideas eran las verdaderamente dominantes. Así como los socialistas fueron apoyados electoralmente en la Capital Federal por los votos conservadores (para restarle fuerza a Yrigoyen en la década del 20) a su vez la izquierda se nutría del odio oligárquico hacia la industria nacional. Claro que enmascaraba su política antiburguesa con la augusta autoridad de Marx. Un fenómeno similar había conocido Inglaterra.
Son numerosas las figuras de origen aristocrático que contaba el Partido Laborista. En sus residencias señoriales, o en la Cámara de los Comunes muchos escoceses de origen noble defendían a los obreros industriales que disputaban sus salarios con el burgués urbano, enemigo tradicional de los caballeros rurales. Es una especie de socialismo feudal, digno de tomarse en cuenta. Basta recordar a este efecto que Juan B. Justo y sucesores fueron librecambistas, enemigos de la industria nacional y admiradores de las potencias civilizadas. Justo llamaba capital espurio al capital argentino y capital sano al capital extranjero. De tal suerte describía su política como científica mientras descalificaba a la política argentina como criolla.
La alianza reciente del Partido Comunista con un grupo trotskista demuestra la falacia de sus reyertas internacionales y su coincidencia en enfrentar a la clase obrera en nombre del socialismo. El Partido Comunista no niega que ha apoyado a la Unión Democrática en 1945; a la Revolución Libertadora en 1955 y a la dictadura de Videla-Viola en 1976. Resulta el partido ideal para aliarse con grupos trotskistas que asimismo han combatido al peronismo; grupos que han exigido al gobierno de Perón la devolución de La Prensa (en poder de la CGT por ley del Congreso) a los Gaínza Paz en defensa de la libertad de prensa; y que hoy adhieren a La Nación de los Mitre, difamadora profesional, contra el Senado que la investiga. Poco podría añadirse acerca de las alteraciones tácticas del Partido Comunista. Pasa con toda naturalidad del apoyo a las dictaduras militares a la vía insurreccional (verbal) así como el grupo de origen fascista Montoneros se hace marxista, terrorista más tarde, para reaparecer hoy con el aura democrática.

La declinación de los partidos formados en el último siglo no 176


puede ser más evidente. Hay ciertos momentos de la historia en que la sociedad requiere la formación de nuevos partidos. Y otros instantes en que hace falta crear nuevos movimientos para cambiar la sociedad. Tal es el caso de la Argentina actual. Fracasado el nacionalismo agrario de Yrigoyen y el nacionalismo industrial de Perón, el poder oligárquico —financiero y comercial, antes que agrario— permanece intacto a costa de la crisis argentina. Pero remediar una supone eliminar a otro. Los partidos políticos actua­les, hijos de un siglo de poder señorial, se han ganado el derecho a una bella muerte, como diría Macedonio Fernández. Si las masas populares deben encontrar una esperanza, la patria exige de su genio creador abrir un camino nuevo. Nacionalismo revoluciona­rio y socialismo criollo componen la fórmula del inminente porvenir.
El reciente Congreso del Partido Comunista, cuyas deliberaciones registra “Clarín” con una generosidad y amplitud muy diferente al mutismo que practica sobre todo acto que defienda a las Malvinas o a la patria, ofrece punzantes temas para el análisis. La cuestión central debatida consistió en el carácter revolucionario o “reformista” de ese grupo político. Resulta extraño el tema a 68 años de su fundación. Más aún si esa fundación se realizó como una escisión del Partido Socialista de Juan B. Justo bajo la inspiración inmediata de la Revolución Rusa y de Lenin, su jefe supremo.
Parecería que el carácter revolucionario de un partido fundado bajo tales auspicios que ha reafirmado durante casi siete décadas su condición de “marxista-leninista” , no debería ofrecer dudas. Pero esas dudas, sin embargo son numerosas, tanto dentro del Partido Comunista como fuera de él, aunque por razones distintas.

Una larga trayectoria contra los movimientos nacionales


Brotado del flanco izquierdo del Partido Socialista, el nuevo Partido Comunista conservó los presupuestos básicos de Justo, salvo ciertos aditamentos semánticos. De releer o leer a Justo, los jóvenes comunistas podrían darse de bruces con muchas sorpresas. Pues el “maestro” había planteado con toda claridad, a principios de siglo, el carácter capitalista de la Argentina y en consecuencia, la vigencia del antagonismo entre el proletariado y la burguesía.
En este aspecto no transigió nunca. A cambio de esta opinión político-sociológica la oligarquía conservadora apoyaba con sus votos al Partido Socialista para reforzar la oposición contra Yrigoyen. Ya en 1896 Justo publicaba en “La Nación” del general Mitre (que aún vivía) varios artículos contra el proteccionismo industrial.
Aconsejaba a los ganaderos exportar trigo al mercado mundial sin involucrarse en la locura industrialista de transformarlo en harina.
Existía una sabia división internacional del trabajo, sostenía Justo que beneficiaba por igual a Inglaterra y a la Argentina y era preciso respetarla. Justo fue toda su vida un librecambista en economía, un mitrista en historia y un spenceriano en filosofía. A pesar de formar otro partido los nuevos comunistas de 1918, los Ghioldi y los Codo villa, jamás sometieron a crítica ninguna de las ideas fundamentales de su maestro. Solo criticaron su “reformismo”, que consistía en concebir ilusiones parlamentarias, no muy dife­rentes a las que los comunistas, por los demás, acariciaron durante toda su historia. La diferencia entre el reformismo de Justo y el “revolucionarismo” de los comunistas revestía un sentido puramente verbal. Aunque también tenía un contenido internacional: hasta hoy, lo que resta de los grupos socialistas se identifican con la burguesía europea bajo el ropaje de la Internacional Socialista mientras que los comunistas reconocen su fuente nutricia en la Union Soviética, sede del que llaman el “socialismo real” con involuntaria ironía. Pero la relación entre las visiones teóricas y el mundo de lo real solo se prueba en la fragua ardiente de la política viva. Tanto el socialismojustistacomoel comunismo de Codovilla coincidieron en aborrecer a los dos grandes movimientos nacionales del siglo XX, el yrigoyenismo y el peronismo. Ambas tendencias, la “reformista” como la “revolucionaria” , condenaron a Yrigoyen en 1930, cuando era derrocado por el general Uriburu; participaron en el Frente Popular de 1936 (con la democracia progresista y los radicales alvearistas más cipayos); ambos militaron en la campaña anglofila, francófila y sovietófila para introducir a la Argentina en la segunda guerra mundial junto a las “potencias democráticas”; ambos (más los conservadores, demoprogresistas y radicales) integraron la horrorosamente célebre Unión Democrática en 1946 contra el “nazi-peronismo”, según la definición científica de Vittorio Codovilla, sobre cuyos oscuros antecedentes como hombre de la KGB en la eliminación de los revolucionarios del POUM en la Barcelona de la guerra civil preferimos ahora no hablar; ambos estuvieron en la Revolución Libertadora de 1955 que derrocó al general Perón y fusiló a militares y obreros.
La lista de tales conjunciones es interminable. Tan brillante trayectoria culmina con el “apoyo crítico” que el Partido Comunis­ta otorga al gobierno de Videla-Viola, en quienes ven al “ala democrática” del Proceso, que frena al ala “fascista”.
Tal disparate tenía algún fundamento. El radicalismo de Balbín y Alfonsín hacía lo mismo y proporcionaba 311 intendentes radicales al Proceso, del que hoy todos ellos abominan. La diferen­cia es que los radicales no se proclaman “marxistas-leninistas” ni “revolucionarios”. Registrar que el partido radical desde la “democracia” y que el Partido Comunista desde el “marxismo- leninismo” sostuvieron la dictadura militar, es elemental para el análisis histórico (y no teórico) de ambas trayectorias políticas. El crédito que pueden merecer ambos partidos se funda, como se ve, en hechos irrefutables. Por tal razón, resulta hasta divertido observar que ahora los comunistas han resuelto pasar “a la izquierda”.
Athos Fava declara en “Clarín” : “La burguesía ha perdido su capacidad revolucionaria de hacer reformas”. Abandonemos la tentación de preguntar a Fava si para hacer reformas no basta con ser reformista y si es preciso, además, ser revolucionario. Agrega
Fava que “la burguesía es incapaz de integrar un frente de liberación nacional y social por que sus propios intereses se lo impiden”.
Además sostiene que hubo una continuidad entre Krieger Vasena, el gobierno de Perón, Martínez de Hoz y el Plan Austral. Incluirlo a Perón en la continuidad oligárquica y luego unirse a la oligarquía para derribar a Perón es una de las inescrutables verdades de la “ciencia marxista-leninista”. Consideremos en primer término la cuestión de la burguesía. ¿Dónde esta la burgue­sía argentina? La insolvencia intelectual de la izquierda cosmopo­lita ha introducido tal confusión en el uso de los vocablos más corrientes, que se impone la redefinición de algunos de ellos para entender con juicio recto el tema en discusión. La palabra “burgue­sía” proviene del “burgo” europeo, es decir la ciudad. Allí nace la burguesía comercial, primero, y luego la burguesía manufacturera e industrial. En la sociedad agraria, era usual designar a los grandes propietarios de tierras como “latifundistas” por herencia de los “latifundistas” romanos. Al trasladarse a América algunas de las ideas elaboradas por Marx, los epígonos del pensador alemán aplicaron con toda naturalidad a la sociedad argentina en forma­ción algunas de las categorías que Marx había empleado en “El Capital” o el “Manifiesto Comunista” para la realidad de Europa. De este modo, el socialista Jacinto Oddone. en 1927, publicó un libro de atractiva información titulado “La burguesía terrateniente argentina”, expresión que suponía un contrasentido. Equivale a decir un “terrateniente urbano”.
La palabra burguesía en manos de estos artesanos inhábiles del “marxismo- leninismo”, saltó de significado en significado hasta perder su contenido por completo. A diferencia de Europa donde la burguesía se ha convertido en imperialista y opresora de otros pueblos desde el siglo XVI, en la Argentina su aparición fue tardía y resultó muy pequeña, embrionaria y, en consecuencia débil ya que la industria nacional nunca pudo desarrollarse plenamente. No logró realizar una gran Revolución Industrial. La causa fue el predominio de los intereses agrarios y comerciales que la tradición argentina (no “El Capital”) designó como “oligarquía”, que quiere decir el gobierno de unos pocos. No sé si será “científica” la palabra, pero la entiende todo el mundo en nuestro país y esa generalidad es ley aceptada en la vida de las lenguas. Para decirlo de una vez, la Argentina era un país-semicolonial sujeto a las formidables relaciones del poder imperialista inglés primero, y luego del poder anglosajón asociado con Europa.
Como los comunistas deberían saberlo por medio de Lenin, ya que no de Codovilla, un país es semicolonial precisamente porque al no haber desarrollado sus fuerzas productivas o sea ante todo su industria, la burguesía no resulta ser, a diferencia de Europa, la clase dominante. Este es el punto esencial del análisis. Si el control de los medios de producción es la condición primera del poder social y , por tanto, del poder político, ¿qué explicación ofrece el caso de la burguesía industrial argentina? La respuesta es una sola. La verdadera burguesía industrial está, de algún modo reducida a la pequeña y mediana empresa. Más aún, es minoría dentro de la entidad empresarial U.I. A. que también agrupa a la gran burguesía industrial extranjera y con la que mantiene divergencias públicas.
La política económica del gobierno alfonsinista es fruto no de una alianza con la burguesía nacional, sino de un espúreo acuerdo entre la pequeña burguesía gobernante y la oligarquía financiera articulada con el imperialismo. Por esa razón protestan contra el gobierno la vieja y decadente oligarquía ganadera, excluida del poder, los chacareros de la “pampa gringa” y los pequeños indus­triales de la burguesía nacional. No hace falta ir al Archivo de Indias para verificar estos hechos transparentes. Tampoco la Unión Soviética carece de alguna influencia en el gobierno, dada su condición de gran compradora y vendedora, lo cual explicaría el cariñoso esfuerzo de “Clarín” por ofrecer al Partido Comunista una publicidad tan irrestricta. El sistema de empresas de exportación e importación que gira alrededor del comercio con la Unión
Soviética quizás podría explicar el interés de “Clarín” por el Partido Comunista.’ Por todo lo dicho se comprende la puerilidad de los “marxistas” locales cuando no saben en qué lugar de la sociedad se encuentra la “burguesía” en general y cuál es la naturaleza de su poder. En realidad, es totalmente incierta la autocrítica que se formula a si mismo y a su partido Athos Fava, cuando se reprocha que en el pasado los comunistas practicaron alianzas con la burguesía o creyeron en sus virtudes revolucionarias. Lo que hicieron y pensaron los comunistas, fue apoyar a la oligarquía liberal contra los movimientos nacionales, en cuyo seno se encontraban sectores de la burguesía industrial, que pugnaba por crecer y hacerse un lugar importante en el mercado interno, protegidos abiertamente por el peronismo. Ese fue el papel que jugaron empresarios notorios como Miguel Miranda en el primer gobierno de Perón y Gelbard en el último. Pero en cuanto aparecía un gobierno nacionalista que protegía a la burguesía (aunque no fuera su expresión) los comunistas se apresuraban a cerrar filas con los partidos agrarios y urbanos hostiles a la industrialización y a los movimientos nacionales de corte plebeyo.
De este modo se encontraban invariablemente alineados junto a la oligarquía rural tradicional. Esa es toda su historia. Pero esa historia, que hace años escribí(2), es el resultado de manejar criterios clasificatorios tomados en préstamo a la terminología marxista europea o asiática. El Partido Comunista, en resumen está lejos de haber cambiado. En su congreso, junto a un retrato del Che Guevara, hay otro de Vittorio Codovilla. Athos Fava lo confirma al decir: “Bregamos por la unidad de las izquierdas (comunistas, peronistas, intransigentes, socialistas, radicales) y entonces am­pliar el acuerdo”. Cuando Fava se refiere a los peronistas alude a la “izquierda peronista” o sea a los antiperonistas. Hacer un frente con los radicales es aceptar el “statu quo” pactado por el radicalismo con el imperialismo. Athos Fava concluye: “Estamos orgullo­sos de Rodolfo Ghioldi y de Vittorio Codovilla”. Es fácil comprenderlo. El clásico Partido Conservador de la zona pampeana podría envidiar la inmovilidad inalterable del Partido Comunista. También podría recibir la bendición de Parménides. En cuanto al peronismo ¿qué decir?

(1) Escrito en 1985.
12) La historia del Stalinismoen la Argentina se publicó en 1962. La 4’edición, bajo el título de “Breve historia de la izquierda en la Argentina”. Editorial Claridad, •«pareció en 1988.


No pocos argentinos se preguntan cuál es la causa de la decadencia irresistible del peronismo: de su vaciamiento histórico, la genuflexión de sus dirigentes ante el poder alfonsinista, el abandono de la Tercera Posición, su dócil firma al pie de los presupuestos del gobierno en las Cámaras, de ese “democratismo” azucarado que parece haberse adueñado del Movimiento fundado por el coronel Perón en sus primeras jornadas.
El agua está estancada; el aire se nutre de humores pútridos. Bajo Alfonsín los coimeros forman legión. Se venden los créditos para vivienda; se negocian las licitaciones; se paraliza la energía nuclear; se destruyen las Fuerzas Armadas; se vende a la Patria. Pero nada inmuta al Movimiento que encarnó al pueblo argentino en horas hirvientes, cuando en las calles de Buenos Aires se gritaba “muera el chancho Braden”. Ahora se hacen visitas corteses a Estados Unidos y los prohombres del peronismo hunden sus filosos dientes en los saladitos de la embajada norteamericana. El río de Heráclito ha corrido un largo camino. Todo es mansedumbre y aguante. Los jefes peronistas se han hecho políticos de profesión, custodios del “statu quo”. En la Argentina gobierna hoy un sistema bi-partidario bajo el beneplácito de las grandes potencias.
Parece inexplicable, pero no lo es. La crueldad de la historia ha conocido aberraciones mucho peores.

Causas del nacimiento de los movimientos nacionales
El peronismo nació en un cuadro histórico harto diferente al actual. Debe tenerse en cuenta que el resorte fundamental de los movimientos nacionales en Europa capitalista reposaba en el desarrollo de las fuerzas productivas, progreso económico y de la Revolución Industrial, autogenerados por su propio desenvolvimiento. En cambio, la característica propia de tales movimientos en el Tercer Mundo fue la de nacer como hijos de la crisis del régimen capitalista mundial. El crecimiento industrial de los países “atrasados” resultaba ser la necesaria consecuencia de aquella crisis en los centros mundiales y no de su propio desarrollo interior, perpetuamente trabado por el imperialismo. Consideran­do el asunto desde este punto de vista, la crisis de 1930, así como la guerra intercolonialista de 1939, aunque fueron catastróficas para los “países civilizados”, resultaron benéficas para los países marginales o semicoloniales, que aún no habían realizado su desarrollo industrial, su revolución nacional ni su acceso pleno a la civi­lización y la cultura. El peronismo surgió de las gigantescas con­vulsiones revolucionarias del Tercer Mundo en 1945, cuando las potencias colonialistas habían aflojado su yugo sobre los pueblos débiles y salían agotadas por una guerra de exterminio mutuo.
La neutralidad argentina en el conflicto mundial, sostenida por el Ejército y calificada de “pro-nazi” por los cipayos de la época (que han dejado cría) permitió un proceso de acumulación de capital nacional que sirvió de plataforma para los planes industrializadores de Perón.
Después de la guerra y contra todas las previsiones, el capitalismo occidental avanzó hacia una revolución científica y tecnológica que no sólo expandió los “híbridos” en la revolución verde de Europa, transformándola en una poderosa productora agrícola-ganadera, sino que se lanzó hacia la informática y readquirió durante cuatro décadas un impulso que parecía extinguido. Un largo período de estabilización burguesa, de prosperidad y de niveles de vida sin precedentes, afectarán todas las ilusiones socialistas y marxistas sobre la crisis mortal del capitalismo.
Los estudiantes se desengañan de lo que ahora juzgan como utopías; los intelectuales adoptan aires escépticos; el marxismo, el stalinismo, el trotskysmo, el maoísmo y hasta la fibra romántica del castrismo cubano desaparecen, con sus “posters” emblemáticos, de los altillos de la bohemia revolucionaria universal. En el mismo lugar, de la misma pared, se clavan los afiches de los héroes del rock, con sus ojos nublados. Europa está satisfecha. La revolución aparece como más lejana que nunca. Una larga tubería de gas siberiano atraviesa la URSS y llega a la meseta castellana para entibiar los largos inviernos de Occidente. Todo parece en orden. Pero cuanto todo está en orden en el Occidente capitalista, las cosas no van bien en las colonias y semicolonias.

Crisis de los movimientos nacionales


La declinación de los nacionalismos revolucionarios del Tercer Mundo en los últimos años es un hecho incontrastable. Civiles o militares, sea el velazquismo en el Perú, el varguismo en Brasil, el peronismo en la Argentina o el movimientismo en Bolivia, tales corrientes parecen agotarse.
El imperialismo no ha sido ajeno a tales derrotas y su poder mundial se exhibe como invencible. No hay que fiarse de las apariencias, sin embargo. Una crisis roe las entrañas de las grandes potencias, que sólo han podido alcanzar su actual esplendor gracias al hecho de que desde 1930 Estados Unidos ha montado una maquinaria bélica de proporciones colosales que mantiene en pie toda su estructura. Pero su deuda pública tampoco tiene precedentes y difícilmente encontrará la manera de pagarla. A su vez, en los países del Tercer Mundo, la política norteamericana ha terminado por inclinarse hacia el sostenimiento de “regímenes democráticos” apoyados ante todo por las volubles clases medias. Estos grupos y clases se forman en América Latina a partir de los claustros universitarios, bajo la influencia occidental y sigue en sus aspiraciones personales el modelo que les ofrece Occidente: eficiencia profesional, progreso personal, individualismo burgués, acentuada tendencia a la apropiación de bienes y consumos, elegidos según los estereotipos de vida cotidiana establecidos por la civilización del capitalismo.
Pero en América Latina este estilo de vida carece de base económica y sólo una pequeña parte de las clases medias puede incorporarse dentro de su país a tales patrones de conducta y consumo. En su inmensa mayoría se ven reducidas —y la Argentina de hoy es una viva demostración— a una existencia mediocre y neurótica, angustiada y carente de planes, tan sometidas como los obreros industriales a las exigencias de cada día y a la escasez, penosamente disfrazada por la soberbia cultural adquirida. Un vuelco de tales clases hacia la causa nacional es inevitable.
En tales condiciones, la clase media no puede revelarse como un sustento electoral estable de los sistemas democráticos protegidos por el imperialismo. En el pasado, grandes corrientes de la pequeña burguesía se han desplazado desde las vagas simpatías por un “seudo-peronismo” montonero en 1974, abstractas simpatías por un inconcreto socialismo hasta llegar a la indiferencia, la apatía o el alfonsinismo, que es una forma peculiar del apoliticismo. Este último le presta a la clase media la postrera ilusión de una democracia sin revolución. Presas de un profundo desengaño, por su parte, las masas peronistas observan con desconfianza al ejér­cito de candidatos y fracciones múltiples que se disputan a dentelladas los frutos del comicio. Muerto su gran jefe, transformados en “antimilitaristas”, “anticlericales” y “amigos de los radicales” gran parte de sus jerarcas, aquel pueblo de las viejas patriadas no reconoce ya al peronismo, convertido en un gran partido electoral.
¿Hará falta una nueva crisis mundial del capitalismo para poner en movimiento y reinyectar vitalidad a los nacionalismos revolucionarios del Tercer Mundo? No lo creemos. La historia posee un desarrollo complejo y entrecruzado. La singularidad de las historias nacionales juega en este proceso un papel decisivo. Golpeada por la desindustrialización y los bajos salarios, la clase obrera argentina permanece, pese a todo, como la esperanza de una patria acechada por grandes peligros. Ahora está refugiada en lo más profundo; pero en algún momento reaparecerá, con la furia y el poder de un río de montaña.

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