El hombre y la máquina

Por Pablo Carvallo

Asistimos a un extraño divorcio entre el pensamiento y la realidad: la filosofía y la literatura regresan al individuo como problema, mientras el mundo parece dirigirse a recrear al hombre en la humanidad. Naturalmente, esta enunciación parte de ciertas convenciones metodológicas. Es imposible ponerse de acuerdo, no sólo con las conclusiones sino aún con el planteo, sin definir previamente los prerrequisitos del asunto. La serie de catástrofes históricas acumuladas sobre las espaldas del hombre moderno ha vulnerado su seguridad física y su universo espiritual. Esto no exige demostración. A la crisis básica de la civilización capitalista le ha sucedido una desfibración profunda de la tradición cultural, manifiesta en la dirección y el sentido de las actuales actividades estéticas y filosóficas. Hablar hoy del “hombre moderno”, implica establecer una radical diferenciación del “hombre moderno” de hace medio siglo.
Desde el Congreso de Viena hasta 1914 se mantuvo vigente un sistema de ideas y un estilo de vida que ha desaparecido en la tempestad de las últimas décadas. Cumpliendo la misión que le corresponde, la filosofía, a través de algunas personalidades eminentes, intuyó esta mutación e inició un retorno a la metafísica que ha alcanzado en nuestros días su más deprimente expresión. La evolución de la era maquinista, el establecimiento del mercado mundial y la inmersión del hombre en la fábrica, en la especialización o en el delirio urbano, han sido los rasgos prácticos y visibles de la civilización burguesa en su edad imperialista.
Pero la marcha de la historia política no coincide siempre con el proceso intelectual o estético. Un pensador danés muerto hace un siglo había postulado ciertas ideas redescubiertas hoy por su espíritu singularmente trágico, apropiadas para revestir la desorientación y la crisis de la intelectualidad contemporánea ante el panorama actual del mundo. Kierkegaard estableció el punto de partida del existencialismo. Sus continuadores y exegetas –Jaspers, Marcel, Heidegger, Sartre- han desarrollado hasta sus últimas consecuencias la naturaleza antiintelectualista de esa corriente, y a pesar de sus infinitos matices todos ellos coinciden en situar el problema del hombre como el de una criatura frágil que no posee ninguna solución terrena. En su visión de la vida como una “anticipación hacia la muerte”, Heidegger expresa con bastante claridad el espíritu general de esa tendencia, en el fondo profundamente religiosa, en la forma exageradamente nihilista.
Del existencialismo surgirán sin duda nuevas fugas místicas, refugio general de toda metafísica, por más púdica que sea. Si la filosofía, por su mismo carácter hermético, ha sido siempre tema de especialistas, ¿a qué se debe esta rápida popularidad del existencialismo? Hablar de una moda sería absurdo. No se recuerda la “moda” de Kant. En verdad su difusión, que contribuye más a oscurecer su significado que a esclarecerlo, obedece a causas más importantes que los de un auge corriente de una escuela. El existencialismo, más que un pensamiento del siglo XX, es un estado de ánimo de vastas capas sociales que en él encuentran la generalización de su propia angustia ante una realidad que niegan con todas las fuerzas. En apariencia se trata de una rebelión contra el universo del átomo y de la bomba (algo así como un romanticismo más letrado, como un dadaísmo menos grosero, como un surrealismo más consciente), pero en realidad responde a una necesidad de los intelectuales de encerrarse a sí mismos como en una cripta y abolir el mundo.
A pesar del hecho de que los existencialistas y parientes más próximos niegan toda posibilidad de aprehensión del mundo por métodos racionales (afirman la supremacía de la existencia frente a la esencia y aluden a una “vivencia” de carácter impalpable y misterioso) su filosofía es un formidable ejercicio de razonadores. Antirracionalistas por definición, un implacable análisis preside sus investigaciones, dirigidas, sobre todo en su fase práctica, a invalidar los progresos de la técnica y a definirla como un monstruo con espíritu propio. Resulta evidente que el desarrollo científico de nuestro tiempo ha dejado muy atrás el asombro cuantitativo de nuestros abuelos frente a la invención del cable submarino. En la época de Julio Verne el viaje a la Luna era motivo de una novela, en nuestros días es asunto de un laboratorio con fondos votados por algún Parlamento. Ante esto, y la guerra bacteriológica y las armas atómicas, se puede llorar o reír, pero Spinoza aconsejaba comprender. La edad de la máquina no ha sido el resultado de un espíritu maligno insinuado en el alma de los hombres, sino el producto de una lenta evolución de las formas productivas que han elevado el poder del hombre sobre la naturaleza, sin que ese proceso técnico suprimiera, por supuesto, la explotación del hombre por el hombre.
En un libro reciente escrito por el argentino Ernesto Sábato (“Hombres y engranajes”) se expresa ingeniosamente la melancólica tesis de que la ciencia y la técnica son fenómenos que deben ser considerados en sí mismos y cuyas demoníacas proporciones actuales son “como concreciones metálicas de objetos ideales, eternos y sobrehumanos, realizaciones en acero de ideas pertenecientes al universo matemático”. Sábato se pregunta si, después de todo, lo peor no sea el capitalismo sino el maquinismo. Esta disociación, realmente singular, permite al autor imbuir a su análisis de la vaguedad necesaria. Su crítica de la máquina es puramente romántica, pero la ansiedad metafísica comparte su lugar con un panorama descriptivo esencialmente justo. Como Sábato se burla de las leyes históricas objetivas, no está en condiciones de extraer las consecuencias inmediatas y futuras de esas leyes. Su enérgica condenación de la civilización actual es absolutamente correcta, aunque el autor se manifieste incapaz de penetrar el sentido objetivo del proceso técnico: asimilar el marxismo con el stalinismo, descomponer el capitalismo en la entelequia maquinista, fundir la historia con la catástrofe… son otros tantos excesos atribuibles a esa postración de los intelectuales modemos referido.
La historia no es una suma de catástrofes, como Berdiaeff- Sábato suponen: es una tensión dramática entre diversos regímenes sociales en pugna, entre formas estéticas hostiles o crisis religiosas. No hubo un Renacimiento. Hubo varios y muchos crepúsculos acompañaron como una sombra a esas cimas del orgullo y el poder humanos. El aparente predominio de la máquina sobre el hombre no es otra cosa que la preeminencia del capital financiero sobre el mundo. La sociedad actual cruje en sus cimientos. De las ruinas escapan quejidos, voces de agonía o triunfo, lamentaciones divisas, nuevas formas en el seno del viejo ciclo. Lo que es deja el lugar a aquello que va siendo. No ha sido el triunfo de la Razón el factor de la deshumanización del hombre o de los hombres sino la descomposición del capitalismo, en cuyo incendio muere también el mito racionalista envuelto en la mortaja de su propio estatismo. La ciencia no es una instancia externa a los hombres, ¿debemos demostrar acaso la total subordinación de los científicos a los dictados de la política? Estigmatizar la ciencia es idealizar el regreso a la naturaleza, a la rueca y a la rueda. Pero si la naturaleza es incómoda, según Wilde, la inocencia virgiliana de Rousseau ya era pueril hace dos siglos. Todas las tentativas para responsabilizar a la ciencia y a la Razón del caos actual del mundo conducirá, sin lugar a dudas, a paraísos artificiales rodeados de nubes sin impurezas. El escenario está aquí. El debate entre Sartre y Berdiaeff presente en el espíritu de Sábato y en el de casi todos los intelectuales de esta época, es un debate equívoco, el anverso y reverso de una misma desesperación con doble seudónimo. La máquina volverá a los hombres liberados y los servirá. La prehistoria habrá concluido.

La Prensa, 11 de mayo de 1952


Ernesto Sábato


Por primera vez en estos artículos del joven Ramos que estamos reeditando, la crítica se centra en un libro de autor argentino. “Hombres y engranajes”, de 1951, es un texto en el que Ernesto Sábato -escritor con quien Ramos mantuvo siempre una relación ambivalente de simultáneas “apologías y rechazos”- testimonia el derrumbe de lo que él denomina “capitalismo maquinista”. Éste, producto grotesco de una fe ciega en la Razón, la Ciencia y el Progreso de las ideas (así, todo con mayúsculas) provoca la aversión profunda del ex científico Ernesto Sábato, quien, siguiendo a Berdiaeff, constata con pesar: “Dos guerras mundiales, las dictaduras totalitarias y los campos de concentración nos han abierto por fin los ojos, para revelarnos con crudeza la clase de monstruo que habíamos engendrado y criado orgullosamente”. Ramos comparte la descripción hecha por Sábato pero difiere de sus conclusiones. No es la ciencia por sí misma ni el frankesteiniano maquinismo la causa de la debacle. Escindir el desarrollo científico y tecnológico del sistema económico y social que lo hospeda y da origen constituye el error básico de esa visión esencialmente reaccionaria con la que el célebre novelista rojense pretende abolir el mundo real y guarecerse en la cripta de un antiintelectualismo sin destino. “La historia no es una suma de catástrofes –señala Ramos-Carvallo con impecable dialéctica-: es una tensión dramática entre diversos regímenes sociales en pugna, entre formas estéticas hostiles o crisis religiosas. No hubo un Renacimiento. Hubo varios y muchos crepúsculos acompañaron como una sombra a esas cimas del orgullo y el poder humanos. El aparente predominio de la máquina sobre el hombre no es otra cosa que la preeminencia del capital financiero sobre el mundo”.

Juan Carlos Jara

responsable del hallazgo y digitalización


Responsable de su publicación original en Internet: Cuaderno de la Izquierda Nacional

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