El origen de la Universidad nuestro americana

Por Elio Noé Salcedo

La Universidad latinoamericana -nos decía ese gran pensador latinoamericano que fue Alberto Methol Ferré- tiene tan larga historia entre nosotros como la propia América Latina”. En efecto, en ese mar de contradicciones, intereses dispares y grandes potencialidades que deparaban los territorios recién descubiertos por los españoles, se constituyeron en Nuestra América las primeras universidades. Si a la fecha del descubrimiento de América por parte de los europeos, España tenía “el mayor número de universidades de Europa”, como nos confirma el mismo Methol Ferré, tan solo cuarenta y seis años después, España fundaba las primeras universidades en América: más de treinta en todo el período colonial. Dato curioso, ni el imperio portugués ni el británico ni el francés ni el de los Países Bajos -¡tan civilizados ellos!- fundaron universidades en alguno de sus dominios coloniales.

Se buscará en vano, en el resto del mundo colonial sometido al pillaje británico, holandés o belga –dice por su parte Jorge Abelardo Ramos-, una obra semejante a la establecida por España en América”, más allá de las barbaridades impuestas extra muros por los conquistadores. “A diferencia de las otras potencias colonizadoras –completa Ramos- España había desdoblado su sociedad (y eso explica también la fundación de universidades): una de sus partes se asentó en América, dibujando así el rasgo positivo de la europeización”. Uno de esos rasgos positivos fue la universalización de la lengua española, que alcanzó una dimensión mayoritaria en América. La otra fue, en definitiva, su obligada inserción en la realidad americana a medida que fundaba ciudades a largo y ancho de América, produciendo la unificación territorial y jurídica, por un lado, y generando la gran fusión cultural y racial que nos dio origen como nuevo pueblo.

A comienzos del siglo XVI se fundaron en América siete universidades en total: la de Santo Domingo (1538), Lima (1551) y México (1551), entre las más importantes; en el siglo XVII –quince en total-, la de Córdoba, en el Río de la Plata (1613), Nuestra Señora del Rosario de Santiago, Chile (1619), la Javeriana de Santa Fe de Bogotá (1621), San Francisco Javier o Charcas (Chuquisaca) (1621) y San Carlos de Guatemala (1626), entre otras; en el siglo XVIII –en total nueve-, la de San Jerónimo de La Habana (1721), Caracas (1721), San Felipe, de Santiago de Chile (1738) y Asunción, Paraguay (1779), las más conocidas; mientras que al siglo XIX pertenecen las universidades de Mérida, Venezuela (1806) y León de Nicaragua (1812).

Aunque se lo intente sacar de nuestra historia y de nuestra memoria histórica y convertir nuestro pasado en un tabú, con lo que se impugna o se censura cualquier discusión al respecto y se nos impide conocer el origen de nuestra existencia e identidad como Nación y como pueblo, animémonos a atravesar ese océano de distancia y desembarquemos en nuestra propia historia todavía desconocida y negada incomprensiblemente -porque, queramos o no, es irremediablemente nuestra-, en busca de las raíces y orígenes de la Universidad Latinoamericana.

La Universidad que viajó a América

Refiere el colombiano Germán Arciniegas en “El estudiante de la mesa redonda”, que Cristóbal Colón hubo de ir a Salamanca “a exponer sus razones en el gran foco de la cultura española de todos los tiempos”), tal la consideración y respeto que aquella Universidad imponía a religiosos y legos, a aristócratas y plebeyos, a propios y extraños. Salamanca era uno de los dos grandes modelos españoles de Universidad –el otro fue el de Alcalá de Henares- que impulsó la creación de las universidades en el Nuevo Mundo, y que los españoles intentarían, lógicamente, diseñar a su imagen y semejanza, arrogándose el mandato divino.

Paradójicamente, quien llegaba a Salamanca “con una completa erudición geográfica” y de mareante (conocedor de mares y defensor de la redondez científica de la tierra), quedaría “hecho polvo bajo los golpes que le propinan los unos con las Escrituras y texto de los padres de la Iglesia, los otros con silogismo”. ¿Había dejado Salamanca de creer en la ciencia? ¿Había creído Salamanca alguna vez en la ciencia? Al parecer –según lo entendería Germán Arciniegas-, “la fama que parece desprenderse de sus claustros, no viene de ellos, adoctrinados por pusilánimes y frailes envidiosos”. Por el contrario, “esa fama se afirma en las minorías rebeldes, perseguidas, en juventudes que han vencido la hostilidad académica y pasado por sobre las pasiones del ambiente”. ¿Se comprobaba fehacientemente el aserto: “quod natura non dat, Salamanca non proestat”? Lo cierto es que “el hombre que llegó henchido de fe, seguro en su saber, a buscar refugio entre la gente de ciencia contra los príncipes obtusos” que se oponían a su aventura, debió alejarse “dejado de las últimas esperanzas”.

Para fortuna de los mareantes, el foco del saber en aquel preciso, crítico y determinante instante de la historia –signo además del cambio de época-, había pasado al finalizar el siglo XV, de Salamanca a Sevilla: la escuela de mareantes se había convertido en Universidad; una universidad “formada por los dueños de navíos, maestres, contramaestres, guardianes, marineros y grumetes”. Sevilla tenía así, lo que, según el colombiano Arciniegas, le corresponde a una verdadera Universidad: “ansiedad o curiosidad de los descubrimientos, valor de comprenderlos, disciplina, encaminada a ensanchar los panoramas del hombre”, hecho que, aunque ya forma parte del pasado remoto, debería alegrar a los que abominan de la Edad Media y sus más negativas consecuencias. De Sevilla a Salamanca se había abierto un abismo como el que actualmente existe entre la Universidad que América Latina necesita para descubrirse a sí misma, y la Universidad de las palabras y los silogismos internacionales e internacionalistas, demasiado atenta a los paradigmas “globales” que pretenden mantenerla ignorante de sí misma, y por lo mismo, desunida y dominada, es decir en su actual status quo, con algunas innovaciones superficiales, aparentemente modernizadas y progresistas.

En aquella Universidad de mareantes –como que era una Universidad plebeya- “se juntaban perdonavidas, truhanes, tipos azarosos y muchachos decididos. Las lecciones no eran sino horas de impaciencia frente a las naves. Todos los días regresaban de América gentes mordidas por el hambre o las bubas, mozos comidos por piojos y niguas, que habían errado meses y años alimentándose de raíces y platicando con los indios, aprendiendo dialectos e idolatrías”. Se decían cosas terribles del mundo descubierto. Pero en esa Universidad, en la que sería Maestro Américo Vespucio y que aquellos navegantes trasladarían en barco al mundo descubierto por los europeos, podríamos decir, parafraseando a Arciniegas, “nacía América por segunda vez”. Después, los codiciosos comerciantes, los heréticos frailes, los aristócratas españoles y las oligarquías criollas -blancas o mestizas-, transformarían a América en más de veinte deshilachadas naciones y a la Universidad -hija de Salamanca o de Alcalá de Henares y no de Sevilla-, en el témpano de ignorancia que se propuso descongelar la Reforma en 1918, guiada por Deodoro Roca y Saúl Taborda.

De acuerdo a Carlos Tünnermann, autor de una importante “Historia de la Universidad en América Latina. De la época colonial a la Reforma de Córdoba” (antes de hacerse partidario del “internacionalismo educativo”), cuya obra hemos leído y consultado atentamente, dichas universidades fueron inspiradas por las dos universidades españolas que hemos mencionado como sus modelos, y “se reprodujeron con muy pocas modificaciones, dando lugar a dos tipos distintos de esquemas universitarios que prefiguraron, en cierto modo, la actual división de la educación universitaria latinoamericana en universidades “estatales” y “privadas” (fundamentalmente católicas)”.

En las universidades inspiradas en la de Alcalá de Henares o que seguían su modelo, la preocupación central “fue la teología”, y su organización respondía “más bien a la de un convento-universidad, siendo el prior del convento a la vez rector del colegio y de la universidad”, lo que le daba a la institución “una mayor independencia del poder civil”. Curiosa paradoja. Si por un lado la Universidad de Alcalá de Henares defendía su “autonomía”, por otro lado prevalecía en ella una mentalidad mucho menos liberal -“la mentalidad de las cruzadas”- que la que predominaba en Salamanca, evidenciando que la autonomía universitaria no es un valor absoluto que define de por sí un perfil determinado.

El modelo de “cruzadas” –el de Santo Domingo, Córdoba y Bogotá, señala Tünnerman- fue el preferido por dominicos, jesuitas y agustinos para sus fundaciones universitarias; en cambio, el arquetipo salamantino fue el escogido para las universidades “reales”, “imperiales” o “públicas”, como las de Lima y México, y podríamos agregar también, la de Charcas o Chuquisaca. En las universidades inspiradas en Salamanca –más liberales-, sin dejar de lado el perfil de las universidades de la época, “el claustro pleno de profesores era la máxima autoridad académica, al cual incumbía la dirección superior de la enseñanza y la potestad para reformar los estatutos…”. El Rector –supervisado por un maestrescuela, también llamado canciller o cancelario, generalmente reservado a una autoridad eclesiástica- “estaba asesorado por dos Consejos: el claustro de consiliarios, con funciones electorales y de orientación, y el de diputados, encargados de administrar la hacienda de la institución”.

Lo que le daba, tal vez, el carácter de mayor liberalidad, según el caso, era que “todo el edificio de la transmisión del conocimiento descansaba sobre la cátedra, cuya importancia era tal que con frecuencia se confundía con la misma Facultad”, en tanto “en ciertos momentos toda una rama del saber dependió de una sola cátedra”. Y aunque parezca un mecanismo de selección moderno, y no antiguo y tradicional, menos aún medieval, dichas cátedras se proveían por concurso de oposición y los estudiantes tenían mucho que ver en la elección (de acuerdo a la tradición boloñesa): “Las oposiciones para proveer las cátedras –consigna Tünnermann- constituían un acontecimiento en la vida universitaria. Los estudiantes participaban activamente en los concursos formando bandos en pro y en contra de los candidatos”. Justamente, por tratarse de “un asunto capaz de producir enconadas controversias, los estatutos reglamentaban con prolijidad todo lo referente a estos concursos, a fin de precaver fraudes y sobornos, lo que no siempre lograron”. Cabe preguntarse si no conviene exhumar esos reglamentos y estatutos para evitar en la actualidad alguna clase de acomodo, reinaugurar con mayor ímpetu las cátedras paralelas (que ya existían entonces), con el fin de compensar alguna forma de “pensamiento único” o “vertical”, e incluir el voto externo –del pueblo- tanto en la selección de candidatos a integrar una cátedra como a la elección de autoridades, entre otras innovaciones, actualizaciones o reformas.

No es posible que nuestros más grandes intelectuales y pensadores latinoamericanos –en el caso de la Argentina: Manuel Ugarte, Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Jorge Abelardo Ramos, Jorge Eneas Spilimbergo y tantos otros-, lo hayan sido por fuera de la Universitas, a pesar de haber tenido todos ellos los méritos intelectuales para ser titulares de una cátedra en cualquiera de las más Altas Casas de Estudios de la Argentina o América Latina. En eso también las universidades de nuestro continente han seguido los pasos equívocos de Salamanca, que dejó pasar a Cervantes, Lope y Calderón; que sometió al tribunal de la Inquisición a Fray Luis de León (“el primer teólogo de su tiempo, y lo mejor en él no era el teólogo sino el artista”), porque “se le juzgó demasiado inquieto”; y que expulsó a Miguel de Unamuno y le robó su cátedra”.

La Universidad debería volver a ser, como la imaginaba Arciniegas –y como la concebían los protagonistas principales del “grito de Córdoba”-, “el alma de esos estudiantes que al atardecer se confunden con la multitud que da vueltas, discurre y dice disparates en la Plaza Mayor, y en  el diálogo de dos miradas que se cruzan aprenden más las niñas y los mozos que en las lecciones de latín”, sea éste el lenguaje de cualquiera de los dogmatismos en danza, o el enunciado de los paradigmas globales que nos quieren imponer, y no la expresión genuina de nuestro propio pueblo y de nuestra idiosincrasia e identidad continental.

De Salamanca a Nuestra América

Tal vez sea necesario repasar la historia y la vida de Salamanca –donde se graduó el Dr. Belgrano-, para descubrir en algo tan “universal” como ella, y de sus herederas en América, el secreto o la clave de su universalidad, que, en nuestro caso, definitivamente se identifica más con el pensamiento revolucionario de la Independencia y la esperanza de lograrla sin desunir ni separar sus partes, que con el actual paradigma de la globalización.

Es interesante la idea de Germán Arciniegas en cuanto a que los estudiantes, licenciados, frailes y físicos: “toda una avanzada desprendida de las Universidades”, que viajó a América en las naves bajo el comando de los capitalistas, buscaba en el mundo por explorar, horizontes más vastos que los de Salamanca”. En definitiva, los capitalistas –como hoy los mercaderes de la educación- “carecían del impulso desinteresado de los exploradores curiosos”, y “no procedían sino en función de extorsionadores…”. Había, sin duda, dos Españas. Es importante discernir, porque la historia presente es una continuación de la pasada –y eso implica no negarla ni desconocerla-, que “la historia de toda la conquista acentúa más y más esta diferencia de criterios entre los exploradores… y el capitalista” (intereses distintos y ajenos a los nuestros): “son dos impulsos distintos que se extienden hasta las últimas derivaciones de la grande aventura”.

Seguramente, “el pensamiento único de enriquecer a un capitán, no hubiera sostenido los ejércitos en la marcha de los Andes, ni levantado el ánimo a través de los pantanos, de donde surgían, como en los círculos de la comedia infernal, insectos, reptiles, hambre, fiebre y locura. Una ilusión más que un negocio llevaba de la mano a las tropas y mantenía la disciplina después de las victorias”, como hoy nos guía la ilusión de la Universidad Latinoamericana y la reunión de la Patria Grande.

Hay una verdad que nos revela el secreto de la “universalidad” salamanquina y de cualquier otra “universalidad”: “En Salamanca las opiniones estaban divididas”, que, por supuesto (no por divididas), ya es una ventaja respecto a cualquier universidad donde reine el “pensamiento único” o la indiferencia y la abulia intelectual. Falta agregar, para tener un cuadro más cercano de esa realidad, que uno de los bandos de opinantes estaba en franca minoría (lo que tampoco era en principio una desventaja) frente al bando de autoridades, docentes y “estudiantes cautelosos y acomodados, que miden y calculan sus pasos para acercarse a los príncipes”, elementos perniciosos con los que también se “nutre” o más bien dicho se intoxica hoy la democracia formal en las universidades y en cualquier otro ámbito. Es así -advierte Arciniegas- “cómo el mundo de los letrados ofrece larga cola de aduladores y mendigos, serviles y logreros” que, no sería de extrañar, siguen haciendo cola en los pasillos, aulas, oficinas o despachos de nuestras universidades.

Esa resultó una de las razones por la que esa “minoría de los inconformes, vio entonces una liberación en la aventura de América”, a la vez que nos descubre las dos caras opuestas de una misma moneda. Ante la noticia del “descubrimiento” (para los europeos era un descubrimiento), para los “inquietos” (en minoría) “las Indias eran lo incierto”, como debe resultar hoy el descubrimiento presente de nuestra propia América; en cambio, para los “inalterables” y “despreocupados” (una mayoría complaciente), “la fortuna y provecho estaba en España” o Europa, y América era solo una mercancía.

Al parecer, para algunos, la fortuna y el provecho vuelven a estar en el extranjero –internacionalización de la educación superior mediante- en el contexto del orden político, económico, social, educativo y cultural del disparatado e injusto mundo actual. Advirtamos a la mayoría desprevenida, desinformada y malformada por los frailes irredentos de la nueva colonialidad internacional, que ese orden está en crisis, en decadencia o en franco declive -y sobre todo moral y humanamente corrompido-, por lo que tomar nuevamente las naves para retroceder y/o volver al punto de partida, no nos llevará a descubrir nada novedoso, original y con futuro, ni nos ayudará en definitiva a realizarnos individualmente ni colectivamente, dada la correspondencia y reciprocidad que existe entre lo individual y colectivo y viceversa, aunque la globalización de la injusticia no quiera verlo. Eso nos habla de las limitaciones de Salamanca –que da crédito al conocido refrán sobre ella- y cuyas limitaciones luego se verificarían asimismo en la “Universidad Napoleónica” -más ajena todavía-, adoptada en América para reemplazar a Salamanca.

El tiempo demostraría la potencialidad intrínseca de la “Universidad Americana” para los latinoamericanos, dada su originalidad, novedad, naturaleza inédita y proyección en el nuevo mundo que nacía y que, después de quinientos años, aún no termina de nacer. De allí también su potencialidad y vigencia.

El surgimiento de la Universidad Americana

En su “Historia de la Universidad en América Latina”, Carlos Tûnnermann reclama tener presente la política universitaria de las principales órdenes religiosas “para explicarse la temprana proliferación de colegios y universidades” en América. Incluso, Tûnnerman incorpora un elemento más a la comprensión del fenómeno que analizamos y que podemos considerar un factor subjetivo que favoreció la creación de las universidades americanas. Ese elemento o factor, de alguna manera sumaba un nuevo peso al equilibrio de las relaciones de fuerzas existentes, en algunos casos a favor de América: “Para los dominicos –fundadores de la primera universidad en nuestro continente apenas cuarenta años después de iniciada la conquista-, los Nuevos Reinos ofrecían la extraordinaria oportunidad de crear una orden temporal dentro del Imperio”.

Desde la célebre prédica de Antonio de Montesinos en Santo Domingo en 1511, pasando por todos los esfuerzos de Bartolomé de Las Casas –refiere Tünnermann-, “la Orden no ocultó su oposición al sistema colonial y a la clase dominante, cuyos excesos denunció”. Es más, “los esfuerzos de los dominicos se encaminaron a crear “universidades misioneras”, contrapuestas a las “universidades reales” y destinadas a formar, dentro de la más rigurosa escolástica, los “cuadros” para la labor misionera, fundamentalmente eclesiásticos”. A su vez, los jesuitas -Compañía de Jesús- fundaron sus colegios y universidades también “como parte de una estrategia mundial de “conquista espiritual”, dando lugar al surgimiento de la “universidad-reducción” o “universidad-convento”, a la que nos hemos referido antes.

De hecho, la situación descripta dio pie al nacimiento de dos clases de universidades –las universidades católicas y las universidades estatales, con intereses contradictorios y no tan fáciles de entender según el momento histórico que se trate- pues en este caso, y en este momento histórico, el hecho de que la Orden que dependía directamente del Papa hubiese fundado en Santo Domingo en 1538 la primera universidad americana sobre la base de una Bula del papa Paulo III, “puso de manifiesto –insiste Hans-Albert Steger, citado por Tûnnermann- la pretensión de establecer un orden temporal dentro del Imperio español, y significó al mismo tiempo, un rechazo de la tradición de las escuelas reales fundadas por Alfonso El Sabio, tradición seguida por la Universidad de Salamanca”, lo que en sí mismo era una flagrante contradicción y paradoja, en la medida que Alfonso X El Sabio le había legado a Salamanca lo mejor de ella. 

Pero más allá de las intenciones de unos y otros, la realidad se impondría por sus propios fueros. Tampoco se cumplirían las buenas intenciones en la fundación de las universidades de Lima y México –más del tipo de universidad real que eclesial-, aun cuando los documentos de su fundación sostuvieran que “para servir a Dios nuestro Señor y bien público de Nuestros Reynos, conviene que nuestros vasallos, súbditos y naturales tengan en ellos universidades y Estatutos generales donde sean instruidos y graduados en todas las ciencias y facultades”. Incluso, la ley XLVI ordenaba establecer cátedras de lenguas indígenas en las universidades de México y Lima y en las ciudades que tengan audiencias reales. En cambio, los hijos de españoles nacidos en América que aspiraban a las más altas posiciones de la jerarquía colonial –según refiere Steger, citado por Tünnermann- “debían estudiar en las universidades de la península, aunque existieran universidades en sus ciudades de origen”.

Cabe mencionar que de los “naturales” americanos solo accedieron a la “Universidad Colonial” los hijos de los criollos acomodados y la aristocracia indígena o sus descendientes. Ambos casos –Moreno, Castelli, Monteagudo, Tupac Amarù, etc.- generarían buenos motivos a los españoles para arrepentirse de semejante decisión. En ese sentido, “los esfuerzos misioneros por alcanzar la utopía de una comunidad para todos fracasaron ante los imperativos de la estructura económica impuesta por la explotación colonial que exigía la división en castas de los grupos sociales y fijaba la hidalguía de los españoles como status privativo de los pobladores y sus descendientes criollos”, asegura Gonzalo Aguirre Beltrán. Esto sucedió con “la universidad colonial –coincide Tünnermann-, cuya labor efectiva no se compaginó con muchos de los propósitos enunciados en los textos legales”. Y si como dice el autor de “Historia de la Nación Latinoamericana”, en cuanto a que llegó a ser práctica generalizada en América el aforismo “las órdenes del Rey se acatan y no se cumplen”, nos será más fácil entender por qué “una vez más la utopía de la Corona se vio desvirtuada por los hechos”, ante la acción de los particulares que contradecían las leyes de Indias.

“La filosofía al servicio de la vida”

Para el autor de “El estudiante de la mesa redonda” que nos acompaña en estas reflexiones, “el ciclo de la Universidad colonial queda cerrado a fines del siglo XVIII y la “Universidad Americana” surge antes de que en las colonias se proclame la Independencia política”. Según el escritor y diplomático colombiano, uno de los protagonistas de ese nacimiento fue el deán Gregorio Funes, “autor del famoso plan que transformó la Universidad de Córdoba”. Para Arciniegas, si el pensamiento que conducía a la “Universidad Colonial” podía sintetizarse en “la vida, al servicio de la filosofía”, el pensamiento que inspiró a muchos patriotas que pasaron por la Universidad Americana fue “la filosofía, al servicio de la vida”. En ese sentido -reafirma el escritor colombiano-, “el nacimiento de la “Universidad americana” tuvo una consecuencia feliz: puso a las juventudes en contacto con el pueblo”.

Podríamos dar crédito a esa teoría si reparamos en que la Universidad de Chuquisaca –una de las primeras universidades de América (fundada en 1624) y “la más importante del Continente por los revolucionarios que forjó”, educó, entre otros (hasta donde nuestro conocimiento alcanza), al Dr. Mariano Moreno –secretario de la Junta Revolucionaria de Buenos Aires de 1810-; al Dr. Juan José  Castelli “el Orador de Mayo”, revolucionario integrante de aquella misma junta de Gobierno; al Dr. Bernardo de Monteagudo –funcionario de la revolución en el Río de la Plata, Chile, Perú y Quito, y autor de un proyecto de unificación latinoamericana-, que estudió primero en Córdoba y después en Chuquisaca; y también a (Dr.) José Gabriel Condorcanqui, “Túpac Amaru II” –el líder del más importante levantamiento indígena contra las autoridades españolas antes de finalizar el siglo XVIII-, de quien la reseña biográfica solo dice que se especializó en estudios jurídicos en la Universidad de Chuquisaca. No se sabe si no se le llama doctor porque era indígena, porque su memoria fue proscripta después del levantamiento de 1780, o porque no llegó a completar esos estudios; de cualquier manera, se lo conocerá como un hombre muy culto.

Lo cierto es que los pupilos distinguidos de Chuquisaca o Charcas (actualmente Sucre, República de Bolivia) fueron conocidos como los “Doctores de Charcas”, y muchos de ellos fueron quienes llevaron adelante movimientos realmente libertarios como el del 25 de mayo de 1809 en el Alto Perú (tanto el de Chuquisaca como el de La Paz) y los de Quito, Buenos Aires y Tucumán. Cabe aclarar que, como en todas las Universidades coloniales fundadas con los títulos de Universidad Mayor, Real y Pontificia por Bula Papal y Cédula Real, a cuyo cargo estaban autoridades eclesiales de las congregaciones dominicas, jesuíticas, franciscanas o agustinas, las materias que se dictaban no eran otras que Teología Escolástica, Teología Moral, Filosofía, Derecho Canónico, Latín, e incluso, como en ésta en particular, la lengua indígena nativa, por ninguna otra razón que por su arraigo en la cultura mestiza bilingüe de la época. Y según el espíritu de mayor o menor liberalidad de sus autoridades (no todas absolutistas ni retrógradas), se estudiaron además los sucesos políticos de la época en la medida que sucedían, tales como la independencia de los Estados Unidos de Norte América, la Revolución Francesa y hasta la invasión de Napoleón a España. 

A propósito, refiere Carlos Tünnermann sobre la Universidad de San Carlos de Guatemala, “la más criolla o americana de las universidades coloniales… de donde surgieron los próceres de la independencia centroamericana”, que la Universidad Colonial “con todo y sus defectos, no dejó de ser una Universidad completa, con una concepción del mundo y un propósito muy bien definido”.  Historiadores como Mesa y Gisbert afirman que los hombres forjadores del proceso revolucionario del Alto Perú y de América y “las ideas precursoras de la independencia no se formaron tan solo en la academia Carolina, sino que habían ido madurando en las aulas de San Francisco Xavier (nombre de la Universidad de Chuquisaca)”. Incluso que fue allí donde nació la doctrina que moviera todo el proceso emancipador de América del Sur, porque allí se incubaron y generaron las ideas revolucionarias. Podemos decir que el proceso de la Reforma Universitaria de 1918 heredó y rescató, entre otros, aquel axioma de la Universidad Americana: “la filosofía, al servicio de la vida”, concepto que Taborda -uno de los ideólogos de la Reforma Universitaria de 1918- rescatará en su pedagogía del genio nativo.

En cuanto a la transición entre esa “Universidad Americana” y la “Universidad Republicana” (de la época independiente) –según la clasificación que hace Carlos Tünnerman-, “salvo aquellas (universidades) que revitalizaron su enseñanza, a raíz de la introducción del método experimental, las demás permanecieron fieles al escolasticismo esclerosado que nada podía aportar al conocimiento”. Esa fue la razón de que “la investigación abandonare aquellas aulas, plenas de silogismos, y que buscare albergue en las nuevas academias, de donde surgirá lo que se ha dado en llamar la “ciencia americana”.  Dicho proceso es explicado así por Germán Arciniegas: “Los estudiantes se fugaban, armados de telescopios y se hacían sabios… Tuvimos sabios en toda América. Las gentes que venían de Europa nos encontraban poseídos de un buen deseo de saber, armados con nuestros métodos, herramientas y disciplinas… América se fue llenando de Academias, de Sociedades Literarias, de tertulias científicas. La universidad conservaba la bomballa, las chirimías, los atabales”. No obstante, “en vez de buscar la renovación de los estudios por la brecha abierta por los sabios americanos, que constituían una respuesta original y hubiese conducido al arraigo de la investigación entre nosotros–como asevera con acierto Carlos Tünnermann-, la República, tras las pugnas entre liberales y conservadores por el dominio de la Universidad que tuvo lugar inmediatamente después de la Independencia, no encontró mejor cosa que hacer con la universidad colonial, que sustituirla por un esquema importado, el de la universidad francesa, ideado por Napoleón, tan a tono con el momento que se vivía de asombro ante todo lo que de Francia provenía”.

Sin un camino propio que seguir –dice con razón el autor de “Historia de la Universidad en América Latina”-, “la restructuración careció así de sentido de afirmación nacional que se buscaba para las nuevas sociedades; siguió más bien el camino de alienación cultural que ha caracterizado, hasta hoy, los esfuerzos de renovación universitaria”. De ese modo, si la temprana fundación de universidades en nuestro Continente conllevaba la intención de un “traspaso cultural, la adopción del esquema universitario francés –concluye Tünnermann- significó un “préstamo cultural”. Se puede entender entonces por qué una de las principales banderas de la Reforma Universitaria de 1918 fue la autonomía cultural o la soberanía intelectual, además de la unidad de América Latina. Por eso mismo es necesario mantener vigente ambas banderas –a través de la formación de una conciencia nacional orientada a esos fines– para hacer posible y definitiva la realización y desarrollo de nuestro gran Continente-Nación y de una cultura nacional que reivindique la filosofía y la ciencia para la vida de Nuestra América Latina.

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