Una mirada al Supremo Dictador

Los partidarios de la psiquiatría histórica lo habían considerado un objeto digno de estudio. Qué hermoso tipo de neurótico, pensaba el doctor José María Ramos Mejía en la década del noventa, al examinar con su lupa positivista al Supremo Dictador. Ya Thomas Carlyle le había consagrado un libro famoso e insig­nificante. Para un inglés del siglo XIX, todos los hispanoamerica­nos, y en particular sus enigmáticos dictadores, eran seres que vivían en estado de naturaleza. Había que estudiarlos para servir a la ciencia. Hasta Roberto Cunninghame Graham, que era un criollazo enamorado de nuestra llanura, incurrió en la debilidad de escribir otro libro sobre José Gaspar Rodríguez de Francia. Excu­sará el lector la arrogancia de citarme a mí mismo.
“¡Triste destino el de América Latina! Grandes espíritus que entendían el mundo moderno, como el viejo Cunninghame, que fue socialista, partidario de la independencia de Irlanda y que siendo de origen noble se hizo abrir la cabeza en Trafalgar Square por defender a los obreros, en relación con la América española sólo amaba sus caballos, sus pampas y su paisaje. Solo la amaba como naturaleza, pero no podía entenderla como sociedad. Otros ingleses menos artistas que él, habían hecho lo posible para que la América mutilada fuera indescifrable.”(1)
El propio Bolívar se irritaba contra el doctor Francia (y con razón), por la obstinación con que el dictador del Paraguay se oponía a toda participación paraguaya fuera de su territorio. Esa fortaleza amurallada, cuyo símbolo fuera El Paraguayo Indepen­diente, como se llamaría luego el periódico de los López, herederos de la República del Supremo Dictador, era algo monstruoso, y al mismo tiempo algo digno de admiración. La colección de apasionantes documentos de la época de Francia, laboriosamente reunidos y seleccionados por el doctor José Antonio Vázquez, (2) nos aproximará hacia una de las figuras más notables de la historia hispanoamericana. Pero dichos documentos no pueden decirnos todo.
Al fin y al cabo, y desechando las inocentes pesquisas científicas fundadas en las “neurosis de los hombres célebres” de los tiempos ele Ramos Mejía, ¿Quién era el doctor Francia? ¿Cuál era el origen del poder que le permitió gobernar treinta años? ¿Cuáles eran sus ideas políticas?
En esta breve nota sólo recordaremos que la misantropía del Supremo Dictador era la personificación psicológica de un hecho político que ni el Dr. Francia ni el Paraguay habían buscado. Los intereses de la burguesía porteña de Buenos Aires le dictaban su conducta: abandonar a su suerte el destino de la Patria Grande que habían concebido Artigas, San Martín y Bolívar. Buenos Aires sólo aspiraba a conservar la hegemonía de la Aduana y monopo­lizar el tráfico del comercio internacional en sus manos. La gran provincia había usurpado los derechos de las restantes del virreinato al desaparecer el Rey de España. En lugar de organizar la Nación, disponiendo para ella de las rentas aduaneras del mejor puerto, el grupo porteño y bonaerense declaró de su exclusiva propiedad la ciudad, la pradera y el puerto. Como decía Alberdi, esa Aduana era la fuente del Tesoro y del Crédito Público en la época. Con esa alcancía, que llenaban todos los argentinos y administraban para sí solamente los porteños, el comercio de las provincias del Litoral y del Paraguay quedaba estrangulado. Por tal causa la oligarqufa de Buenos Aires puso precio a la cabeza de Artigas, Protector de los Pueblos Libres y el más grande caudillo popular de que haya memoria en la América del Sur.
Se tendrá presente que Artigas no fue tan sólo jefe de una provincia, como sus infieles lugartenientes Ramírez de Entre Ríos y López de Santa Fe, o el famoso estanciero Juan Manuel de Rosas, sino que se propuso confederar a la vasta heredad hispanocriolla en una Nación: fue un revolucionario agrario, un proteccionista industrial y fue un soldado de la unidad rioplatense. Esa misma oligarquía determinó el enclaustramiento del Paraguay, que sólo podría comerciar mediante la arteria vital del Plata. Así los intereses porteños expatriaron a San Martín, degollaron a los caudillos del interior, dieron un golpe de Estado e impusieron de presidente a Rivadavia, socio de los inversionistas ingleses.
Esa burguesía voraz, que ya había privado a San Martín en el Perú de los recursos necesarios para completar su campaña de independencia continental, no sólo asfixió al Paraguay, sino que también libró a la soberanía a las provincias del Alto Perú. Con el célebre leguleyo Casimiro Olañeta, doctor dos caras de la antigua Charcas, esas provincias se declararon independientes de las Provincias Unidas de Sudamérica, para tranquilizar a sus propie­tarios de minas e indios del Altiplano, que hasta ese momento vivían enfermos por el temor de verse obligados a trabajar sin beber la sangre de los hijos de Atahualpa. Felices de hacerlo, los blancos (o casi blancos) de Buenos Aires, se desembarazaron de las provincias indígenas, que escaso crédito ofrecían a los paquetísimos porteños a los ojos de Europa y se consagraron a explotar los beneficios del puerto.
En suma, la oligarquía pampeana y sus socios comerciantes de Buenos Aires abandonaron a su suerte a la Banda Oriental, el Alto Perú (hoy Bolivia) y el Paraguay.
Sólo acariciaban contra su reseco corazón la Aduana de Buenos Aires: y se reían del mundo entero.
De este modo es posible explicarse, sin historiadores ingleses ni psiquiatras criollos, la personalidad política del doctor Francia. Una vez que lo encerraron bien encerradito, lo acusaron de ser insociable. Francia Ies pagó en la misma moneda: ¡pero a qué precio! Trazó alrededor del Paraguay una frontera de hierro, en el sentido más literal de la expresión, pues fabricó cañones y los emplazó en los lugares estratégicos. Durante treinta años no dejó ingresar ni salir a nadie de su tierra. A quien entraba al Paraguay le resultaba muy difícil salir; y quien llegaba a salir, era casi imposible que volviera a entrar. El naturalista francés Bonpland anduvo por esos lugares buscando plantitas y especies raras; tuvo la desgracia de pisar suelo paraguayo. El Supremo ya no lo soltó. La Europa entera clamó por su libertad, pero el doctor Francia se mantuvo inflexible. Hasta Bolívar, que de alguna manera era un personaje universal que había vivido en París y era un civilizado, se sintió por un momento seducido a tentar la empresa napoleónica de librar una guerra para librar al sabio. Acarició la demente idea de tomar por asalto el Paraguay. Preva­leció, afortunadamente, el gran político que era, en definitiva, Bolívar. Pero Francia, este hombre duro, no había aparecido al azar en la historia del Paraguay.
Detrás de él estaban los guaraníes, base étnica y cultural del pueblo paraguayo. Y la Compañía de Jesús, que había erigido con las Misiones un obstáculo a los bandeirantes que cazaban indios a fin de venderlos en el Brasil. También los encomenderos dispu­taban a los jesuitas el derecho de reducir guaraníes para explotarlos como esclavos. Cuando las Misiones fueron expulsadas a fines del siglo XVIII, dejaron una tradición de economía agraria sin grandes terratenientes. Este hecho perduró hasta los López. Sólo se estableció la gran propiedad parasitaria en el Paraguay después de la Guerra de la Triple Alianza. En realidad, a Francia y a los López los sostuvo una clase campesina de pequeños productores relativamente prósperos.
El trágico error del doctor Francia fue el de aceptar el terreno elegido por sus adversarios, que eran adversarios de la causa nacional de la América Latina: un Paraguay aislado no podía ser sino víctima propicia de los grandes imperios y de sus Virreyes locales. Defendió la soberanía gallardamente, pero su fatal limita­ción histórica le impidió la única política que podía haber cambiado la historia de su época: unirse a Artigas y a Bolívar para destruir a la burguesía porteña, limeña y bogotana y echar las bases de la Nación Latinoamericana. La historia no lo quiso así. Al caudillo oriental, lo acogió en la hora de la derrota. Artigas vivió treinta años en el Paraguay, pero Francia no lo conoció personalmente, pues siempre rehusó hablar con él. En cuanto a Bolívar, sólo respondió negativamente con una carta altiva al ofrecimiento del Libertador de Colombia de establecer relaciones con los pueblos latinoamericanos.
Defendió de este modo a su patria chica de las turbulencias revolucionarias; pero abandonó a la Patria Grande. Un cuarto de siglo después de su muerte, se desencadenaba sobre el aislado y orgulloso Paraguay heredado por los López, una tempestad de hierro y fuego. La historia dirimía la polémica sobre una política nacional fundada sobre una provincia. O las provincias se juntan para la Nación, o las oligarquías regionales y sus amos extranjeros triunfarían sobre cada una de las provincias por separado.
El doctor Vázquez nos introduce en el universo del Supremo Dictador. Veámoslo actuar cada día como jefe supremo, instructor de milicias, componedor de matrimonios desavenidos, juez civil, tribunal inapelable del comercio exterior y director de obras públicas. Todo lo hacía, todo lo veía, lo resolvía todo. Hombre ilustrado y consagrado con una pasión excluyente al servicio público, su desinterés, su ausencia de toda vanidad y su temple eran realmente dignos del gran pueblo que lo sostuvo. Esto acentúa la tragedia que abrumará luego al Paraguay como resultado de la política porteña.
Pero la historia fluye todavía y quizá pueda enseñar a los latinoamericanos que deben borrar para siempre, primero en su conciencia y luego en la realidad, toda frontera interna. Pues reunir las partes sangrantes de una patria dividida será la tarea más trascendental que pueda acometer la generación de nuestra América Latina del siglo XX, para que nuevamente la humanidad pueda recordar las palabras con que Hegel saludó al estallido de la revolución francesa:
“Era pues una espléndida aurora. Todos los seres pensantes celebraron esta nueva época, Una sublime emoción reinaba en aquella época, un entusiasmo del espíritu estremecía el mundo, como si por primera vez se lograse la reconciliación del mundo con la divinidad”. En el lenguaje hegeliano la divinidad era la Diosa razón de Robespierre; y para nosotros será la profunda racionalidad que pondrá fin a la prehistoria mítica de una América harapienta donde todos sus héroes, como el doctor Francia, eran siempre héroes derrotados.

(1) V. “Historia de la Nación Latinoamericana”. Edición Peña Lillo, Buenos Aires 1973.
(2) “El Dr. Francia visto por sus contemporáneos”, por José Antonio Vázquez. Edición Eudeba. Buenos Aires, 1973.

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