Actualidad de Nicolás Gogol

Por Pablo Carballo

En una pequeña aldea de Sorotchinsk nacía en 1810 Nicolás Gogol. Ucrania era una vasta tierra dorada por el sol, otra de las naciones alógenas unidas al imperio zarista por los hilos centralizadores de una inmensa burocracia. La casa paterna era un viejo edificio rodeado de árboles y el padre del niño gozaba de una situación de propietario rural que se dejaba vivir bajo la protección de un terrateniente amigo. Gogol pasó su infancia en la libertad de un medio cultivado: su familia y el terrateniente vecino pertenecían a los círculos intelectuales de la época. El rico folklore ucraniano, las canciones de remota ascendencia, el amor a los clásicos rusos, el goce del teatro, eran hábitos regulares de la pequeña sociedad campesina en cuyo seno se formó la personalidad infantil de Gogol. Su padre era un hombre que combinaba el buen humor del ucraniano típico con accesos de melancolía profunda, movimiento pendular de su espíritu atribuible no sólo a las limitaciones de la vida rural sino a su propia frustración como hombre. Gogol repetiría en escala genial esos rasgos paternos y los incluiría en su obra futura.
Los primeros años de su adolescencia pasaron en estudios intermitentes: Poltava, Niejine. El joven Gogol no fue buen estudiante: a su temperamento dispersivo se unía el sistema regimentado de la enseñanza rusa, la ortodoxia profesoral y las ondas eléctricas que recorrían el imperio desde la sublevación y derrota de los “dekabristas”. Todas las astillas de una sociedad en disolución, los humildes tipos humanos que reaparecerían en las páginas del Gogol adulto, los campesinos barbudos agobiados de impuestos, el humor trágico de las bromas populares, los imponentes inspectores de escuelas entorchados de condecoraciones y frases, pasaron bajo los ojos ávidos de Gogol en esos años estudiantiles.
Las letras ya lo atraían: el romanticismo alemán era su modelo, Pouschkin su dios terrestre. Pero San Petersburgo era la capital lejana y feérica, la escena para realizar su ambición naciente. El ambiente provincial de Niejine lo ahogaba: “Cómo es de duro –escribía a su padre- estar enterrado con seres villanamente desconocidos, en un mutismo mortal. Tú conoces a todos nuestros ‘habitantes’, aquellos que viven en Niejine. Han aplastado bajo su capa terrestre, bajo su suficiencia mezquina, la alta voluntad de ser hombres. Y es entre estos seres que debo arrastrarme…”.
En 1828 se realizó su deseo apasionado de vivir en San Petersburgo. En esa ciudad comenzó su aprendizaje de la miseria urbana, frecuentó los círculos intelectuales y artísticos, consiguió un modesto empleo en el más bajo escalafón de la burocracia zarista y completó su experiencia de los hombres. Sus primeros escritos interesaron a Pouchkin, que lo estimuló al trabajo. En el mundo literario ruso se cristalizaban todas las aspiraciones de una nación sofocada bajo el absolutismo. Prohibida la existencia política, la literatura reunió las mejores energías intelectuales y operó en ese siglo un verdadero renacimiento espiritual; el siglo XVIII francés se expresó en Rusia en el siglo XIX. Gogol absorbió íntegramente la tradición multinacional, utilizó las riquezas folklóricas de Ucrania y los caracteres trágicos de las grandes ciudades rusas para forjar un friso satírico de incalculable potencia.
En 1851 apareció publicado el libro “Las veladas de la aldea”, y un poco más tarde veía la luz “Taras Bulba”, la epopeya cosaca. Su genio nacional, sin embargo, tomaba impulso en esos notables ejercicios parciales, antes de dar el salto definitivo hacia “Las almas muertas” y “El revisor”.
El siglo XIX estaba presidido por el absolutismo más feroz, pero este régimen se encarnaba en la burocracia, una inmensa red administrativa que expresaba en toda la vida del país la pesadez, la ineficacia y la pompa vacía del zarismo. Antes que Gogol dibujara a su “revisor”, el héroe ya existía en todos los estratos del Estado, como el símbolo grotesco del marasmo general. La burocracia rusa, heredera de la Edad Media y de los emporios comerciales, más asiáticos que europeos, gravitaban en la existencia de la nación como una siniestra montaña de papel. Así como Franz Kafka expresó en “El proceso” el carácter tentacular de la administración de la justicia –un opresivo laberinto, inatacable e inexorable como un universo mecánico-, Gogol inaugura en la literatura rusa el realismo satírico, retratando sin piedad a los tipos humanos producidos por el zarismo. En la creación kafkiana se advierte, bajo un lenguaje enrarecido, el destino de las criaturas atrapadas por el mecanismo de una burocracia inapelable, vale decir, la Burocracia. Se trata de una versión moderna de la tragedia: una lucha entre el hombre desvalido contra el absoluto, materializado en la omnipresencia de la sociedad jurídica. Pero en la obra de Gogol la tragedia subyace y los héroes juegan su rol con el lenguaje de la sátira. La abstracción poderosa de Kafka se vuelve superflua, la máquina burocrática tiene carne y sangre, toda la jerarquía de valores se desnuda bajo el ácido de su retina de artista. Su obra no posee la implacable amargura de Schedrin, al desfibrar la ruina de la nobleza provincial rusa: Schedrin no tiene humor, Schedrin viaja al abismo y se instala en él. La impotencia anímica de los débiles descendientes de los boyardos, envueltos en las redes de usura, de su increíble mezquindad y de su decadencia irrevocable, no suscita en el autor de “La familia Gobulev” ninguna reacción en la esfera de lo cómico. Pero basta recorrer “Las almas muertas” para indicar que el humor de Gogol no es sombrío: una suave irradiación solar se esparce sobre sus tipos y la tensión anecdótica se resuelve por una corrosiva comicidad derivada de un mundo en quiebra con delirio de grandezas. El drama no está ausente, sin embargo de sus textos. Nada hay más próximo a la risa que las lágrimas. Si la crítica del monstruo burocrático alcanzó en Gogol una profundidad incomparable, se debió esencialmente al hecho de que su obra nacía en un medio social preparado para la crítica. Los satíricos no nacen en el desierto. La Rusia bizantina ofrecía un amplio terreno para las letras y la química; a veces la literatura suplía a los componentes químicos y sus resultados eran más devastadores y sobre todo más trascendentes. La risa, esa misteriosa válvula del alma, equivalía en el panorama histórico del país a los atentados terroristas: la burocracia tomó muy en cuenta el sentido implícito en la obra de Gogol. El autor de “El revisor” no estaba solo. Vivía en el siglo de Bielinsky, de Chernichevsky, de Pouschkin. Schedrin, Chejov, Dostoievsky, Turguenev completaban el cuadro, y si algunos de ellos alimentarían más tarde la fábula típicamente europea del “alma eslava”, no es menos cierto que las tragedias individuales refractaban una profunda crisis colectiva, sin cuya existencia, no puede nacer una alta tensión dramática en el arte. La literatura resumía la energía nacional, despilfarrada por la burocracia y por su cúpula imperial. La sátira de Gogol apareció como una revelación escandalosa, a pesar de la prudencia de su autor. Con su obra, se devolvía a la resistencia general la alegría amarga de una “intelligentzia” juvenil dispuesta al ataque creador. Todas las angustias y aspiraciones reprimidas toman carta de ciudadanía en el estallido literario. Un gran escritor se convertía en el eje de una gran esperanza. Por ese motivo la desilusión de la nueva generación literaria frente a la abjuración de Gogol asumió un sesgo tan violento. Después de estrenar en San Petersburgo, en 1836, su obra “El revisor”, Gogol se encuentra sometido a un fuego cruzado. La obra indigna a todas las jerarquías de la burocracia y del mundo oficial. Los periódicos lo cubren de denuestos, algunos literatos prudentes le retiran el saludo. Gogol se encuentra aterrado: “Todo el mundo está contra mí. Los funcionarios ancianos y respetables gritan que yo no tengo nada por sagrado, puesto que me atrevo a hablar de las gentes de la administración. La policía está contra mí, los comerciantes contra mí, los literatos también… El menor índice de verdad y todo se lanza contra uno, no solamente un hombre, son castas enteras”. El genio inconsciente de Gogol era más poderoso que la débil criatura que lo cobijaba. Gogol se marcha a Roma, sumido en una honda depresión, sin escuchar las voces de aliento de toda la nueva generación intelectual que, con Bielinsky a la cabeza, lo aclamaba como a un nuevo maestro. En esa emigración voluntaria, Gogol se consagra a terminar el manuscrito de “Las almas muertas”, en el que cifra una alta ambición. La publicación de esas páginas cautivantes y terribles origina otro escándalo, con gran sorpresa y confusión de Gogol, que destacado ante los ojos de la posteridad como un niño tímido que fuera el confidente de un genio, lleva dentro de sí maravillosas voces interiores, recogidas en las capas más profundas del pueblo ruso y las copia con su nombre, a la manera de un acto de magia nocturna. Gogol no parece adquirir nunca conciencia de su obra de su penetrante sentido y de su destino ulterior. La indignación gubernativa lo anonada. Escribe rápidamente, para expresar a las esferas oficiales su completa capitulación, un volumen titulado “Extractos de cartas de mis amigos”, en os que eleva a las alturas de la divinidad al régimen de Nicolás I, donde se acusa a sí mismo de haber calumniado a su país, de no conocer la gramática ni respetar a la santa Rusia.
Esta renuncia total a su obra provoca otra ola de protesta esta vez originada en los círculos de la juventud literaria. Bielinsky le dirige una amarga carta, que vuelca más aún a Gogol a un estado de aguda melancolía. Como correspondía la lógica de las cosas, el volumen de autosuplicio de Gogol constituye un fracaso completo.
De regreso a Rusia, se dedica a una minuciosa tarea para hacer olvidar su nombre en la literatura: escribe la segunda parte de “Las almas muertas”, una lívida rectificación de los capítulos precedentes que no logra convencer a los contemporáneos ni a la posteridad. Sus escenas suenan a falso, pues la creación imaginativa no era el fuerte de Gogol. En la medida que la presión del absolutismo destruye los resortes morales del escritor. Gogol muere como artista. La imaginación, torturada por la enfermedad del miedo, no podía reemplazar a la cantera formidable de la realidad social, de la que Gogol había extraído sus personajes vitales. Los espectros de la segunda parte son, en verdad, almas muertas, criaturas desecadas de sentido y miserable tributo a la burocracia triunfante.
La segunda muerte de Gogol se verifica en 1852, hace un siglo y, cosa sorprendente, los acontecimientos de los últimos treinta años en la patria del gran artista han revitalizado la obra incisiva, hasta volverla de una actualidad increíble. Si la burocracia zarista se encontró retratada a sí misma en “El revisor”, la nueva burocracia es aún más ciega que su predecesora. Bajo las fanfarrias de las conmemoraciones Gogol aparece hoy no sólo como un documento inaudito de la historia literaria rusa y una de las figuras más notables de las letras universales, sino como el satírico de una nueva realidad aplastada por la burocracia reciente, con un diferente contenido social, pero con el mismo rostro fatídico. El autor de “Las almas muertas” eleva su figura en una plaza del siglo XX. Inmovilizado en su máscara de bronce, el satírico sonríe con un gesto trágico. El Revisor vive todavía.

 Publicado en el suplemento dominical de “La Prensa” el 23 de abril de 1952


Nicolás Gogol

Uno de los más logrados trabajos de crítica literaria de Pablo Carvallo es éste que presentamos hoy, publicado en el suplemento dominical de “La Prensa” el 23 de abril de 1952. La figura de Nicolás Gogol –supremo crítico de la maquinaria burocrática zarista- le sirve al joven Ramos para censurar a esa otra “burocracia reciente”, la del régimen stalinista, todavía en pleno vigor por esa época. Resulta interesante destacar la analogía que realiza entre dos autores aparentemente tan opuestos como Gogol y Kafka y los frecuentes toques de ácido humor, presentes ya en estos escritos juveniles de Ramos, a no dudarlo, una de las máximas plumas argentinas del siglo XX. Por ejemplo éste, tan característico de su estilo: “La Rusia bizantina ofrecía un amplio terreno para las letras y la química; a veces la literatura suplía a los componentes químicos y sus resultados eran más devastadores y sobre todo más trascendentes”.

Juan Carlos Jara

Responsable del hallazgo y digitalización


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