Capitalismo, Hispanoamérica y Cuyo

Autorrevisando nuestro revisionismo

Por Roberto Ferrero

De entrada habrá que establecer, para ubicar correctamente el nivel de los comentarios críticos, que el Documento de Cátedra sobre “América Latina: independencia sin unidad” está elaborado desde una perspectiva histórica impecablemente latinoamericana e imbuido de espíritu nacional, además de otros méritos que en particular señalaré. Vale decir, será una crítica fraternal sobre aspectos secundarios pero que tienen su importancia, por referirse a conceptos basados en información errónea de hechos o adhesión acrítica a puntos de vista que se han demostrado equivocados. Citaré como número de página el que resultó de bajar el documento e imprimirlo, porque no tenía numeración propia.

1) Para empezar por lo más sencillo, señalaré como un probable error de imprenta que San Martín no se fogueó en España “en su lucha contra los ingleses”, sino contra los franceses (pág.8).

2)  En la primera página, el autor expone la Tesis gunderfrankiana de la existencia ab initio de Capitalismo en América Latina, pero no dice con claridad si la comparte o la rechaza. Como sea, es una tesis que la Izquierda Nacional ha rechazado siempre, a través de Ramos y de Laclau, por ser científicamente errada y políticamente siniestra. Gunder Frank -escribo de memoria, sin citar entre comillas- pretendía que como había un mercado mundial (europeo-americano) de mercancías y Latinoamérica desde un principio produjo mercancías para vender en él, existía por tanto un sistema capitalista en América Latina desde el mismo momento en que los hispano-portugueses pusieron a indios y negros a fabricar mercancías para la exportación (azúcar, minerales, café, cacao, etc.) También bajo el Esclavismo e incluso en el Feudalismo (en menor medida) hubo siempre un excedente comercializable que daba lugar a un activo comercio. Es decir: había mercancías. Entonces… hubo capitalismo en el mundo desde que las tribus dejaron la economía natural, siguiendo consecuentemente el razonamiento de Frank. Esto es una zoncera: lo que define el Capitalismo real como Modo de Producción no es la presencia de la mercancía, sino el modo en que ella es producida. Si es producida por el esclavo a favor del amo, es Esclavismo- Si es producida por los siervos campesinos a favor del terrateniente feudal, es Feudalismo. Sólo si es producida por el trabajador asalariado libre desprovisto de medios de producción a favor del capitalista que no es trabajador pero posee los medios de producción, es Capitalismo. Sin asalariado (aun bastardeado en especies), no hay capitalismo. Según la tipología elaborada por Maxime Rodinson, se puede hablar de una Empresa Capitalista, de un Sector Capitalista cuando existen varias empresas, y de Capitalismo cuando este modo de producción es hegemónico. Es evidente para quien quiera ver sin prejuicios, que en América Latina pueden haber existido algunas empresas capitalistas, incluso un Sector capitalista (¿como los obrajes de Cochabamba?), pero no un modo de producción burgués capitalista extendido y menos hegemónico. Lo que existió fue una vasta red de modos de producción pre-capitalistas. En la polémica de los años 60/70, en la que intervinieron Gunder Frank, Laclau, Ramos, Sempat Assadourián Puiggrós, Jauretche, Ciafardini, Garavaglia, Ciro Santana Cardozo y otros (1), Puiggros, anclado en la mirada clásica del PC del que venía y con poco espíritu observador y creativo, opinaba bien que no hubo capitalismo, pero se equivocaba al creer que hubo feudalismo. Este modo, típico de Europa y Japón, no pudo ser trasladado a América sin más ni más, no sólo por los distintos grados de civilización que aquí se encontraron y los diferentes espacios geográficos y riquezas naturales, sino por los modos de producción distintos en las diferentes regiones, desde el Modo recolector-cazador del extremo sur y el extremo norte, hasta el que Mariátegui llamó el “socialismo incaico” en el Perú. La hibridación de cada uno de estos modos de producción con los feudales y esclavistas que los conquistadores trataban de imponer, dio lugar a los distintos modos precapitalistas, ninguno hegemónico, ya que el control hegemónico de la economía latinoamericana, en los diversos virreinatos, estuvo en manos del capital comercial y no del capital productivo capitalista inexistente o insignificante. El comercio de Lima, de Guatemala, de Santiago, de Buenos Aires, de Río de Janeiro, era el que mandaba y controlaba. Aún ahora los especialistas más serios siguen estudiando los Modos de Producción existentes en la Conquista y la Colonia, sin caer en el facilismo dogmático de caratularlos como “capitalistas” o “feudales”, sino tratando de aprehenderlos en su especificidad y darles la denominación adecuada. Así ha hecho, por ejemplo, el chileno Kalki Glauser, quien al investigar y caracterizar el modo productivo existente en el Chile colonial, lo especificó como “Modo Encomiendil” (2).

  Si la tesis de un Capitalismo primigenio desde los 1.500 en América Latina es científicamente una burrada que confunde circulación con producción, al estilo Paul Sweezy (confusión oportunamente demolida por Maurice Dobb, K.T. Takahasi y otros economistas) (3), políticamente es siniestra, porque da la base teórica para el desarrollo de la ultraizquierda, especialmente la ultraizquierda armada, porque, si existe Capitalismo en Latinoamérica desde hace medio milenio, ya está requete maduro y por tanto ¿qué otra cosa se puede hacer que intentar derribarlo rápido e implantar enseguida el socialismo? Esta idea ha llevado a la derrota y a la muerte a miles y miles de heroicos combatientes y ha ignorado que el Socialismo está al final inmediato de la Revolución  Nacional Latinoamericana y no antes. Confunde el final con el principio. Los ha conducido, prematuramente, al asalto del cielo sin el apoyo de los grandes movimientos de masas de Latinoamérica, de esas decenas de millones de personas que, lejos de avizorar el socialismo, aún esperaban realizar las tareas elementales de la revolución nacional: reforma agraria, unidad interior, industrialización, política exterior soberana, acceso al consumo  moderno y a la lengua castellana (o portuguesa) para escapar a sus ghettos seculares.

El análisis de Trotsky sigue siendo todavía superior y más científico que el de Gunder Frank, Ray Mauro Marino o Theotonio dos Santos

3) Tesis: La “política continental” de Mariano Moreno (pág.9). Es repetición  de un viejo error. Moreno fue en la práctica un enemigo de la Unidad Latinoamericana, a la que saboteó siendo Secretario de la Primera Junta, y su hermano Manuel siguió esa misma línea en Londres cuando los venezolanos proponían un plan de federación hispanoamericano. Expresó, ciertamente, su adhesión abstracta al ideal de una Confederación hispanoamericana, pero  en los hechos, en el solo año 1810, rechazó e hizo rechazar por la Primera Junta tres proyectos sucesivos de unidad continental: el de Pedro Vicente Cañete, el de Juan de Egaña y el de Juan Martínez de Rosas, porque “¿Quién podría concordar las voluntades de hombres que habitan en un continente donde se cuentan por miles las leguas de distancia? ¿Dónde se fijaría el gran congreso…?”, etc., etc. Mariano Moreno escribió el extraordinario “Plan Secreto de Operaciones” que admiramos, pero no lo endiosemos. Era un revolucionario jacobino, pero no era perfecto en todas sus ideas políticas. Para no extenderme, me remito al libro “De Murillo al Rapto de Panamá”, Capítulo 1, (págs. 11 a 15) y a la antología de textos de Moreno llamada “Guión Moreniano”, recopilados por Belisario Fernández y Eduardo Hugo Castagnino (Ediciones La Obra, Bs. As. 1964)

4) Tesis: La Independencia se adoptó cuando el liberalismo fracasó en España en 1814 (pág.5). Esta tesis aberlardista ha sido repetida por toda la Izquierda Nacional y refritada mil veces, pero es errónea. Dice Ramos en “Revolución y Contrarrevolución” que “nuestra Revolución de Mayo, que adquiere casi simultáneamente un carácter continental, no fue un levantamiento contra España ¡Dos Españas había y luchamos con una de ellas contra la otra! No fue para desasirnos de España que Mayo nació, sino para liberarnos juntos del yugo feudal” (pág.19). Más adelante agrega: “Regresa al poder Fernando VII, anula todas las conquistas constitucionales del movimiento popular hispano y restaura la España, más cruel que nunca. El destino de América se define y la independencia aparece como inevitable” (pag.38). Y repite: “Al fracasar la revolución democrática de España con la restauración de Fernando el cretino, la Independencia de América fue un acto defensivo ante la España negra” (pág.47).

   Así, la Independencia de Hispanoamérica aparece como un subproducto de la crisis y derrota del liberalismo español, que Fernando VII consumó en la noche del 10 de Mayo de 1814 con la ayuda del General Eguía, Capitán General de Castilla, y el  aplauso del pueblo que lo recibió  a los gritos de “¡Vivan las cadenas!” (4).

   El Documento de Cátedra que venimos analizando, en esta línea de ortodoxia, mantiene que “Los Mariano Moreno, Monteagudo, Belgrano, San Martín no planteaban la Independencia sino la modernización de la Nación Hispanocriolla”.

Según esta opinión abelardiana, los patriotas de este y aquel lado del mundo habrían intentado modernizar el Imperio y democratizar su régimen político, y al fracasar en su intento debieron optar por la independencia. Es cierto que algunos reformistas ingenuos, como Manuel Belgrano cuando fue Secretario del Consulado o Hipólito Vieytes con su periódico, realizaron ese intento en el Río de la Plata durante la época colonial, como es cierto que en la Revolución de los Comuneros del Socorro en Colombia (1781), Juan Francisco Berbeo, se conformaba con una reforma progresiva del régimen impositivo que los aplastaba (5), pero ese no fue éste el pensamiento de la inmensa mayoría de los revolucionarios hispanoamericanos, y los propios  reformistas dejaron de serlo y se volvieron partidarios de la Independencia plena mucho antes de que el liberalismo fracasara en 1814.

  Ramos denomina a este proceso histórico  “La crisis de un Imperio posible”, cuando en realidad debiera haberlo llamado “La crisis de un imperio imposible”. En efecto: era una ilusión, una ingenuidad, haber pensado que era posible un imperio hispanoamericano de dos sectores, uno en Europa y otro en América, (cuando no existía el telégrafo, ni el teléfono, ni la navegación a vapor, ni el teletipo, ni aviación, capaces de crear un mercado nacional digno de tal nombre), separados por miles de kilómetros de océano.  Pakistán, pese a nacer en la era de las comunicaciones y los transportes, y compuesto de dos unidades terrestres mucho más cercanas entre sí,  no pudo impedir su desintegración en dos Estados: Pakistán al oeste y Bangla Desh al este. Ni el Imperio británico, erigido por la talasocracia inglesa y mucho más consistente, pudo resistir las fuerzas centrífugas del Siglo XX. ¿Qué decir del Siglo XIX? Era imposible un imperio hispanoamericano unido, liberal y moderno, en las condiciones de primitivismo y atraso de las fuerzas productivas en la  España que los Borbones trataban de reanimar (a costa de Hispanoamérica), confrontada con el crecimiento económico de sus colonias ultramarinas, más grandes y pobladas, y la creciente confianza para autogobernarse que venía ganando el ánimo de la aristocracia criolla de mercaderes, mineros y terratenientes. Todo el proceso histórico se había dirigido desde el principio de la Conquista -aunque sus actores no lo pudieran ver ni prever- hacia la formación de una clase dominante americana autónoma  y separatista y sus representantes intelectuales y políticos más lúcidos y realista lo vieron antes que los pocos reformistas de entonces. En España incluso, como es sabido, lo supo ver con notable clarividencia el Conde Arana, quien diseñó un plan –desatendido- para evitar la Independencia en ciernes. Por otra parte, las clases dominantes criollas estaban directamente interesadas en quedarse con la totalidad de la plusvalía producida en América Latina bajo su dirección y deseaba ardientemente ya a principios del Siglo XIX sacarse de encima toda clase de impuestos, “diezmos”, contribuciones, “quinto real” y demás formas de participación en “sus beneficios” inventados por la Corona, la Iglesia, los Grandes de España, los Virreyes y sus burocracias parasitarias. Lucharon enérgicamente  -a través de sus militares, políticos y diplomáticos- y consiguieron vencer no sólo a España, sino a su propia ala izquierda (Morelos, Artigas, Güemes, Manuel Rodríguez).

   Es sabido que Francisco Miranda y las tres logias que fundó desde 1797, como los americanos que la integraron, no se proponían establecer el liberalismo en el Imperio español, sino obtener la independencia absoluta, idea que ya madura entre las clases dominantes criollas y en sus intelectuales y militares. Los historiadores han reunido a la fecha una prueba abrumadora de que la Emancipación absoluta se perseguía desde antes de 1814 e incluso de 1810. En 1797, por ejemplo, se debeló en Venezuela la conspiración de Manuel Gual y José María España; en 1800, el gobierno español era informado por Simón de Orueta que desde el Perú habían “salido emisarios a Londres en busca de protección y ayuda de Inglaterra para su proyecto de conquistar la independencia”. En el Río de la Plata, Saturnino Rodríguez Peña y Manuel Padilla, ligados a Miranda, trabajaban por la Independencia ya antes de las Invasiones Inglesas. Juan Martín de Pueyrredón, al viajar a España para informar sobre el triunfo porteño sobre ellas, comenzó a conspirar en el mismo sentido con el chileno Manuel Pinto y el salteño José Moldes. Manuel Belgrano y el “partido carlotista” de Buenos Aires estuvieron en tratativas en 1808 para proclamar la Independencia teniendo al frente del Estado a la princesa Carlota de Portugal, entonces residente en Brasil con toda la corte lusitana. San Martín dejó España en 1812, cuando el absolutismo aún no había sido restaurado, y no vino a luchar por implantar el liberalismo, sino para conseguir la Independencia. El mismo lo dijo en su renuncia a la Jefatura del Ejército Libertador, elevada el 31 de Junio de 1819 al gobierno argentino: “Hallábame al servicio de la España el año de 1811 con el empleo de Comandante de Escuadrón del Regimiento de Caballería de Borbón, cuando tuve las primeras noticias del movimiento general de ambas Américas, y que su objeto primitivo era su emancipación del Gobierno Tiránico de la Península. Desde ese momento me decidí a emplear mis cortos servicios a cualquiera de los puntos que se hallaban insurreccionados; preferí venir a mi país nativo” (6). Más claridad imposible: el Libertador se decidió a viajar a América no porque el liberalismo hubiera sido derrotado en España (aun no lo había sido), sino porque se enteró que sus compatriotas ya estaban luchando por la “Emancipación” desde 1810 y él estaba de acuerdo con ella. Por ello, al neófito que se incorporaba a la Logia Lautaro que el Libertador fundara en Buenos Aires en 1812, se le preguntaba: “¿Emplearéis todas vuestras fuerzas y poder para defender la Independencia de vuestra adorada Patria, no sólo en la lucha que sostiene ahora, sino contra cualquier potencia que quiera invadirla?” (7)

   La Independencia se proclamó formalmente en Venezuela en julio de 1811, en plena época liberal y cuando faltaban casi tres años para que el absolutismo fuera reimplantado en la península. El actual territorio argentino, por su parte, desde las batallas de Salta y Tucumán, era un país libre e independiente -aunque aún no lo proclamaba así- con todos sus atributos: sus ejércitos, su autoridad central, su bandera y su incipiente diplomacia. En cambio, en el Perú y en Méjico, el fracaso del Liberalismo en 1814 no decidió para nada a sus clases dominantes a inclinarse por la Independencia, como deberían haber hecho según la tesis de Ramos: siguieron defendiendo el dominio de España sobre estas colonias como reaseguro contra las “clases peligrosas” que con Tupac Amaru (1784)  e  Hidalgo (1811) habían probado su potencial revolucionario. Cuando Méjico declaró  su Independencia en 1821 no lo hizo para librarse del “yugo feudal” absolutista, sino por el contrario, para evitar que Méjico cayese bajo el influjo del Liberalismo, nuevamente triunfante en España desde el año anterior a raíz del pronunciamiento de Riego.

   Esto significa que la Independencia no fue un valor accesorio de la Revolución Democrática (mejor sería decir “liberal”, por sus alcances mezquinos) americana y un subproducto de su derrota, sino el objetivo principal tenido en cuenta por los patriotas, para los cuales el régimen político (liberalismo o absolutismo) era secundario. Obtendrían la Independencia a cualquier costo: si podían hacerlo implantando la República liberal, mejor, pero si no, la tendrían con un  príncipe Inca al frente como quería Belgrano, con un monarca extranjero como aceptaba San Martín o con una monarquía disimulada de Presidencia vitalicia como predicaba Bolívar.  El límite era una monarquía  parlamentaria, que asegurara el gobierno de las clases dominantes de Iberoamérica detrás del trono. No la tesis de Abelardo, sino la contraria -debidamente matizada- es la verdadera: lo principal era la Independencia, el régimen liberal lo accesorio y se podía negociar o dejar parcialmente de lado, como intentaron los patriotas cuando después de la derrota de Napoleón en 1815 una ola de reacción y monarquismo se abatió sobre a Europa. Lo dijo claramente el propio General San Martin en 1812, cuando al llegar a Buenos Aires Rivadavia le preguntó “a qué venía a América si no estaba por la República” y el Libertador le respondió  “que se proponía trabajar por la Independencia de su país y en cuanto a la forma de gobierno, se trataría a su tiempo, después de asegurarse la emancipación” (8).

   Por lo demás, debe tenerse en cuenta que no existe una incompatibilidad absoluta entre Despotismo e Independencia, como creía Ramos. Como si dijéramos: “O liquidáis el absolutismo  o nos declaramos independientes”. Casos relevantes como el de Perú y Méjico prueban que se podía ser al mismo tiempo independiente y absolutista. De hecho, terminada en Ayacucho la Guerra de la Emancipación, toda Hispanoamérica quedó cubierta -salvo en Paraguay- de regímenes que eran simultáneamente independientes hacia afuera y absolutistas hacia adentro, aun cuando sus constituciones y leyes mentirosas dijeran que eran democráticos. Es que el concepto de Absolutismo, como cualquier otra categoría política, hecho descender del reino de las abstracciones, adquiere un contenido distinto según la clase que lo utilice. Para las aristocracias criollas como clase explotadora del trabajo de las masas, el despotismo era el dominio hispánico que limitaba la apropiación íntegra del producto nacional  que de ellas extraían, pero para esas masas el despotismo no era tanto la falta de independencia nacional como la exacción inhumana de la plusvalía por parte de las clases dominantes mediante medios extraeconómicos de violencia y coacción.

5) Tesis: Todo el peso de la Cruzada Libertadora de San Martín recayó sobre el Interior. Cuyanismo y Pueyrredón. A pág. 9 hay una leve desviación de “patriotismo localista cuyano”, llamémoslo así, cuando se afirma que por la traición de Pueyrredón “todo el esfuerzo de la independencia cayó sobre las espaldas del interior”. Esto es parcialmente exacto, pero sólo parcialmente, porque si bien Juan Martín de Pueyrredón se enfrentó con Artigas acerbamente (reflejo de la contienda entre los dos puertos del Plata y de la lucha entre revolución y reacción rioplatense entonces en curso), no es verdad que no haya ayudado a San Martín y lo haya dejado librado a la sola ayuda de Cuyo y del Interior. Basta leer los libros que sobre el tema escribieron Raffo de la Reta, o Eduardo Astesano (que publicó Ramos en 1962) (9) para apreciar la enorme ayuda que Pueyrredón dio al Libertador durante sus casi cuatro años de gobierno, enfrentando como podía la mezquindad de los capitalistas porteños. Sólo al final de su mandato aflojó don Juan Martín. El verdadero sabotaje a San Martín no provino nunca de Pueyrredón, sino de los rivadavianos. Recordemos que el héroe de las invasiones Inglesas, siendo Triunviro en 1812, fue derrocado por el Golpe de Estado de San Martín y Alvear, quienes lo desterraron a una solitaria estancia de San Luís. Tenía motivos para odiar a su derrocador, pero sin embargo, cuando San Martín lo fue a buscar, lo impuso de su Plan Continental y le solicitó su apoyo, proponiéndole ser Director Supremo para que desde la cúspide del Estado lo apoyara económicamente, Pueyrredón depuso cualquier cuestión personal y lo admitió. Pensó antes que nada en la Patria y aceptó sin rencores. Pueyrredón, como dice De Gandía, fue uno de los pocos unitarios que no odió ni tuvo celos del Libertador, como Alvear, Rivadavia, García y tantos otros porteños. La férrea alianza, el Eje San Martín en Cuyo- Pueyrredón en Buenos Aires, fue la base que permitió la formación -junto con el esfuerzo cuyano- del Ejército de los Andes y la libertad de Chile. Es injusto retacear a Pueyrredón, por sus actividades contra Artigas y los federales, la parte de gloria en la gesta sanmartiniana que le pertenece. El mismísimo O´Higgins se la reconoció en 1819 cuando le escribió. “Fue Usted el genio que hizo posible que viniera la libertad a mi Patria” (10). San Martín, Bolívar y el general mulato Petión, el sostén de Simón Bolívar en Haití, también lo reconocieron. Fue asimismo Pueyrredón un decidido partidario de la unidad latinoamericana. Me remito a mi libro “De Murillo al Rapto de Panamá”, págs. 6 a 10. El historiador que aparte de describir e interpretar, se pone en juez -es su derecho- debe impartir justicia y no parcialidad, contemplar la totalidad del proceso histórico y no una sola parte de él.

6) Tesis: La Ley de aduana de Rosas era proteccionista, beneficiosa para el país e igual a la de Artigas (pág. 14). Esta tesis no es de la Izquierda Nacional, sino del Revisionismo rosista y es falsa: se trata sólo de una exaltación partidista de Rosas y no de una verdad histórica. Esa ley apenas rigió, protegía sólo a la industria bonaerense-porteña y no a la del Interior, que pagaba para entrar a Bs. As. como industria extranjera. José Raed, John Lynch, Juan Carlos Nicolau, Jorge Mayer y otros han destruido cifras en mano la mitología rosista respecto al “proteccionismo industrial”. Rosas era, en los hechos de su política interna, unitario, librecambista y socio de los ingleses, en cuyos lares fue recibido con honores cuando se exilió allí. Falso de toda falsedad, obviamente, que su Ley de industrias era igual a la de Artigas. Un pensador e historiador de la Izquierda Nacional uruguaya y gran artiguista, el Dr. Vivián Trias, desmintió total y documentadamente esta segunda leyenda inventada por los revisionistas rosistas, en su libro “Juan Manuel de Rosas”, especialmente pág. 102. Allí dice: La ley de Rosas “ofrece importantes carencias que estaban  perfectamente contempladas en las soluciones del Protector: a) No prohíbe a los extranjeros ejercer el comercio en el mercado interno; b) No nacionaliza la renta aduanera del Puerto de Buenos Aires para capitalizar a las provincias desvalidas; c) Mantiene la dictadura monoportuaria” (11). Cualquier parecido con la política económica de los rivadavianos (incorporados por Rosas a su gobierno) no es pura casualidad. La Línea Rivadavia-Rosas-Mitre en esta materia fue siempre una realidad. Sólo el Revisionismo de la Izquierda Nacional la puso de relieve.  Rosas fue grande por la defensa de la soberanía nacional en su política externa, pero no por su política interior, inmovilizadora para sus pueblos. Me remito para tratar el tema en más detalle a mi folleto “El Revisionismo Científico y el panegírico rosista”, incorporado como Capítulo 5 en  mi libro “En la Huella de Abelardo” (12), cuidando de ver que las notas, por error de imprenta, están corridas un lugar.

7) Finalmente, destaco el importante aporte de datos e interpretaciones hecho en las tres páginas de 9 a 11 inclusive, sobre la experiencia, prácticamente desconocida, de capitalismo de Estado” o “capitalismo de guerra” realizada por San Martín en Cuyo. Fue ésta una experiencia cuidadosamente dejada de investigar y divulgar tanto por la historiografía oficial mitrista clásica como por sus continuadores vergonzantes de la “historia social”, por lo que pudiera tener de lección aprovechable sobre los respectivos papeles del Estado y de la propiedad privada en la actividad económica, al demostrar empíricamente que esta última no es absolutamente necesaria y puede ser sustituida, presionada o compartida por acción del Estado popular-nacional (como era el del Libertador en Cuyo). Bienvenido este aporte  -que hubiéramos deseado más abundante-  y que se suma a lo poco existente de Comadrán Ruiz, Masini Calderón y algunos otros investigadores, cuyanos especialmente. Solo agregaremos que, aparte de las necesidades de la guerra, San Martín pudo haberse visto impulsado -o justificado- a establecer este régimen económico sui géneris por un conocimiento del “Plan Secreto de Operaciones” de Mariano Moreno, cuyas líneas teóricas y prácticas se aprecian en el pan de facto sanmartiniano y difícilmente él desconociera siendo un hombre del poder rioplatense.

                                                    Córdoba, 28 de junio de 2015.

Este texto surgió por pedido de un amigo como crítica fraternal interna a un Documento de Cátedra emitido en San Juan y Mendoza por el equipo docente que dictaba el Curso “Pensamiento político argentino en Latinoamérica”. Alcanzó estado público al ser generosamente publicado por el mismo equipo en su revista digital “Integración Nacional”, Mendoza, 4 de Julio de 2015. Se han agregado las notas.

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