Ramos en la historia de la izquierda argentina

4/3/2012. por Ernesto Laclau

Comencemos diciendo que Ramos fue, en mi opinión, el pensador político argentino de mayor envergadura que el país haya producido en la segunda mitad del siglo XX. Hoy se da en la Argentina un resurgimiento del interés en su obra y un reconocimiento (tardío) de su significación. Premios con su nombre, re publicación de sus obras, conferencias y seminarios dedicados al análisis de su peculiar enfoque histórico y político, son claros testimonios de ello. Lo que no es tan evidente, sin embargo, es donde reside la especificidad de su intervención discursiva, y es a este aspecto al que quisiera en primer término referirme.

No es fácil la respuesta, porque ella no tiene una respuesta univoca. La intervención de Ramos tuvo lugar en una pluralidad de planos discursivos, a la vez que proponía formas nuevas de articulación entre los mismos. En esta articulación es donde residía su originalidad pero también, como intentare mostrarlo, varias de sus limitaciones. Hay, sin embargo, dos niveles fundamentales en los que el discurso ramista se movía: la tradición marxista y la tradición nacional popular latinoamericana. A ambas me referiré sucesivamente.

Cuando uno piensa al marxismo como espacio discursivo, uno advierte que la historia de ese espacio estuvo dominada, desde sus mismos comienzos, por un hecho capital: el desplazamiento de las áreas de su aplicación hacia terrenos cada vez mas heterogéneos respecto a aquellos para los cuales el modelo marxista había sido originariamente pensado: los países industriales avanzados de Europa Occidental. El socialismo era impensable excepto como resultado de la maduración de las contradicciones internas de las sociedades capitalistas plenamente desarrolladas. El marxismo estaba, en tal sentido, fundado en una homogeneización social progresiva. La tesis sociológica central era la de la simplificación creciente de la estructura social bajo el capitalismo: el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas había de conducir a la desaparición de las clases medias y del campesinado, de modo que el conflicto final de la historia había de ser una confrontación directa entre la burguesía capitalista y una masa proletaria homogénea. Ya Kautsky lo había afirmado en una discusión en la social-democracia alemana con el dirigente bávaro Vollmar: la tarea socialista no era defender a todos los oprimidos sino tan solo a la clase obrera porque ella es la portadora del futuro histórico.

Por tanto, no parecía haber dudas: en la medida en que la lucha fuera por el derrocamiento del absolutismo/feudalismo, la tarea planteada era una revolución democrático-burguesa que debía ser liderada por la burguesía. Las fuerzas proletarias debían dar su apoyo a la burguesía en su lucha anti-feudal, sin aspirar a hegemonizar esa lucha; y solo después de un largo periodo de desarrollo capitalista, la revolución socialista entraría en el orden del día. El modelo de la gran Revolución Francesa aparecía como el patrón universal de toda revolución democrático-burguesa.

La nitidez de este modelo comenzó, sin embargo, a desdibujarse cuando trato de ser aplicado a experiencias históricas cada vez más distantes de las de Europa Occidental. Ya en 1898, en el manifiesto inicial de la social-democracia rusa, redactado por Peter Struve, se afirmaba que, a medida que se avanza del Oeste al Este de Europa, la burguesía es cada vez más débil, más impotente y más incapaz de llevar a cabo sus tareas democráticas. Recordemos brevemente el argumento, ya que el es relevante para entender el abanico de opciones históricas tal como lo encararon Ramos y la Izquierda Nacional. Los bolcheviques reconocían la debilidad estructural de la burguesía rusa, dado que el capitalismo en Rusia se había desarrollado principalmente a través de las inversiones extranjeras. La revolución democrática, sin embargo, seguía estando a la orden del día; por tanto, su liderazgo debía pasar a otras fuerzas sociales (en el caso del leninismo, a una alianza obrero-campesina). Sin embargo, el resto del modelo se mantenía en pie: la revolución democrática –dado el escaso nivel de desarrollo del capitalismo ruso- seguía siendo una revolución burguesa, y esos límites burgueses no eran afectados por el hecho de que su liderazgo fuera socialista. El esquema lineal de las etapas se mantenía incólume. En poco cambiaba la vuelta de tuerca que Trotsky dio al argumento. Para Trotsky, un gobierno proletario que no llevara sus reformas más allá de los límites burgueses era una utopía: la burguesía desestabilizaría ese gobierno con un lock out masivo. El mantenimiento del poder revolucionario requería, por tanto, pasar de la etapa burguesa a la etapa socialista de la revolución. Este proceso es el que Trotsky denomino ‘revolución permanente’. Pero incluso en el esquema trotskista el modelo teleológico de la sucesión de etapas se mantenía sin cambio alguno. Podríamos preguntarnos: el hecho de que las áreas democráticas sean asumidas por el proletariado, ¿no modifica la naturaleza de esas tareas y la naturaleza del agente social que es Nuevo portador? En absoluto. Puesto que la sucesión de etapas no estaba en cuestión (a la etapa burguesa solo podía suceder la etapa socialista, ya fuera en el largo plazo, como en el bolchevismo, o en el corto, como en el trotskismo) era esencial mantener la pureza del partido proletario. Ninguna contaminación heterodoxa entre tareas y agentes debía ser tolerada. ‘Golpear juntos y marchar separados’, era un lema inalterado del leninismo.

Para Abelardo Ramos, el principio de la revolución permanente era el que estructuraba el conjunto de su estrategia política. El no tenia, desde luego, una visión cortoplacista y ultraizquierdista de la transición de etapas, ni tampoco (por razones que después veremos) compartía el cosmopolitismo abstracto del trotskismo ortodoxo, pero la dualidad de etapas era para el fundamental. Aplicada a la Argentina, venía a decir algo más o menos así: la revolución nacional se había iniciado bajo banderas burguesas con el peronismo, y esos límites habían conducido a la derrota histórica de 1955; y hoy había que retomar el curso revolucionario y llevarlo hacia la Victoria bajo banderas socialistas. A las tres banderas históricas del peronismo (soberanía política, independencia económica y justicia social) había que añadir una cuarta: gobierno obrero y popular. La dualidad de partidos que esta visión implicaba condujo a la fundación del PSIN y al rechazo de la alternativa de constituir una corriente diferenciada al interior del peronismo. Recuerdo que nuestras discusiones estratégicas estaban dominadas por el sistema de alternativas procedentes de la Revolución Rusa. Jorge Enea Spilimbergo era el que más se movía en esa dirección, pero Ramos no le iba en zaga por mucho.

El mundo, sin embargo, iba cambiando ante nuestros ojos. Ya en los años 20 se había advertido que los desajustes estructurales entre tareas y agentes no constituían una peculiaridad del desarrollo ruso sino un fenómeno mucho más vasto, cuya presencia era crecientemente pronunciada a medida que el discurso y la estrategia marxistas se aplicaban a contextos históricos y geográficos cada vez más dispares de los del capitalismo industrial avanzado. Este fue el conjunto de fenómenos de lo que se dio en llamar ‘desarrollo desigual y combinado’. En los años 30 Trotsky habría de definir el Nuevo contexto al afirmar que el desarrollo desigual y combinado es el terreno de todas las luchas sociales contemporáneas. Pero entonces, si toda lucha presupone una articulación heterodoxa de elementos, ¿qué es un desarrollo normal?

Al calor de esta reformulación político-conceptual, numerosos síntomas preanunciaban un cambio de paradigma. Mao hablaba de contradicciones en el seno del pueblo, con lo que se incorporaba al vocabulario comunista una nueva categoría, ‘pueblo’, que hubiera sido anatema para el marxismo clásico. Y la misma estrategia de los frentes populares de los años 30, si bien limitada y distorsionada por las direcciones stalinistas de los partidos comunistas intentaban trabajosamente construir identidades colectivas nuevas. Pero quien va a extraer las consecuencias teóricas de esta nueva situación, será Gramsci. Para el las identidades sociales no son simplemente identidades de clase sino identidades populares más amplias que el denomino ‘voluntades colectivas’. Y la articulación entre tareas y agentes pasa para el a ser un proceso contingente, una ‘guerra de posición’ o ‘lucha hegemónica’. Comienza así a darse una transición a un discurso nuevo, de identidades populares globales, que requería abandonar el clasismo inveterado del marxismo clásico y su teleologismo histórico. Esta transición, Ramos nunca la llevo enteramente a cabo, pese a que todo su pensamiento lo empujaba en esa dirección. Nunca abandono realmente la teoría de los dos partidos y de las dos etapas de la revolución. Recuerdo que muchas veces le dije: ‘pero Ramos, su visión de lo nacional-popular está mucho más cerca de la del Partido Comunista Italiano que de la del trotskismo, que es un terreno en el que no crece la hierba’. No me decía frontalmente que no, me respondía cosas tales como ‘dejemos que los muertos entierren a los muertos’. Nunca pude convencerlo de que leyera a Gramsci.

Si el discurso de Ramos no quedo entrampado en el cosmopolitismo abstracto del trotskismo, fue porque se insertó en otra tradición ideológico-discursiva: la del nacionalismo popular latinoamericano. Entender como esa inserción opero, nos obliga a iniciar nuestro argumento con otro “detour”. En una célebre conferencia, C.B.Macpherson, hablando de la relación entre liberalismo y democracia en Europa, afirmaba que, a principios del siglo XIX, en tanto que el liberalismo era un modo de organización política altamente respetado, ‘democracia’ era un término peyorativo: se la identificaba con el gobierno de la turba y con el odiado jacobinismo. Fue necesario, según Macpherson, todo el largo y torturado proceso de revoluciones y reacciones del siglo XIX para llegar al compromiso –siempre inestable- entre las dos tradiciones, que se expresa a través de la formula ‘liberal-democrático’, como si ambas tradiciones hubieran confluido automáticamente, en una unidad sin grietas. Pues bien, nuestra tesis es que en América Latina esas dos tradiciones nunca lograron unificarse. Tuvimos un Estado liberal que no era, sin embargo, en absoluto democrático. Era la expresión de oligarquías regionales que manipulaban a las masas a través de mecanismos clientelísticos. El resultado fue, que cuando la movilización democrática comenzó mas tarde, inicialmente de un modo sordo y básicamente reactivo , luego de manera más vocal y estructurada, no se expresará a través de las formas políticas del liberalismo sino en oposición a ellas. La expresión extrema de esta democracia anti-liberal serán las dictaduras democrático-nacionalistas, pero en formas menos antitéticas tendremos regímenes que mantenían las formas del Estado liberal, pero en los cuales la democracia era el componente hegemónico. Pensemos, con todos sus matices y diferencias en procesos tales como el que conduce en el año 20 del Fuerte Copacabana al Estado Novo en Brasil, en el peronismo, en el primer aprismo, en la revolución de 1952 en Bolivia o en el primer ibañismo en Chile.

Para entender la estrategia discursiva de Ramos respecto a esta bifurcación –democracia y liberalismo- de la experiencia política latinoamericana, es útil apuntar a las dicotomías en torno a las cuales el liberalismo se constituyo como ideología dominante en nuestro continente. El sintagma matricial del liberalismo argentino fue, desde luego, ‘civilización o barbarie’ como todas las dicotomías, esta opera una simplificación brutal del espacio discursivo: todo elemento social tiene que ser inscrito en un polo u otro de ese espacio. Usando un símil de la lingüística, podríamos decir que hay solo dos posiciones sintagmáticas reconocidas, y que en torno a ellas se redistribuye el resto de los elementos en torno a relaciones paradigmáticas de sustitución. Esta dicotomía de base creaba, es importante advertirlo, las condiciones para una traducción indefinida que aseguraba la continuidad del dualismo a través de todas sus versiones. El ímpetu fundamental del cambio histórico residía en el polo civilizado, en tanto que la barbarie era descrita en términos reactivos y de pura pasividad. De ahí había solo un paso para hacer de la barbarie un sinónimo de cualquier tipo de Resistencia a la colonización europea. Franquearlo, aseguraba al modelo una traducibilidad sine die. Y fue franqueado. Juan B. Justo veía en la derrota de la Argentina criolla el triunfo de una civilización de la que el socialismo había de ser su versión mas avanzada. Y el comunismo traduciría la misma dualidad en términos de la transición del feudalismo al capitalismo. (Que la ‘barbarie’ tuviera poco que ver con el feudalismo europeo poco importaba, ya que el mismo término ‘feudalismo’ había también sido sometido a un proceso de universalización que lo privaba de toda historicidad –como lo sería ‘fascismo más tarde, como termino de denostación).

Volver a pensar a las masas como agente activo de la historia requería, pues, en primer término, recobrar su historicidad. Lo que había sido reducido a un wasteland debía pasar a ser el sitio de una epopeya. Hegel había hablado de ‘pueblos sin historia’. Había, por tanto, que reintegrar las masas a la historia. Toda una reflexión alternativa respecto a la historia oficial habría de acometer esta tarea. No puedo aquí ni siquiera bosquejarla, pero para mencionar tan solo en un nombre, pensemos en el de Jose Carlos Mariátegui. Jorge Abelardo Ramos pertenece a esa tradición y ha contribuido a ella de manera prominente. Sus dos grandes libros –Revolución y contrarrevolución en la Argentina e Historia de la nación latinoamericana-representan un brillante intento de trazar una épica del pueblo como actor colectivo. Su tesis básica es que las áreas irredentas de los pueblos latinoamericanos –la unificación nacional, la autonomía económica frente al poder extranjero, la igualdad social- encuentran finalmente en la clase obrera el agente de su realización. Nuevamente, se impone el paralelo con Gramsci –un paralelo que Ramos, como hemos dicho, desgraciadamente no exploro. También Gramsci planteaba que Italia se enfrentaba, desde fines de la Edad Media, con el desafío histórico de su unificación y veía en el Príncipe de Maquiavelo la prefiguración histórica de esa fuerza hegemónica unificadora. Finalmente, el Partido Comunista, el moderno príncipe, era para Gramsci el agente histórico en el que se plasmaría esa voluntad de constituir una nación. Consecuente con esta visión, Togliatti, después de la Segunda Guerra Mundial, hablaría de ‘las tareas nacionales de la clase obrera’.

La visión de Ramos del papel histórico de la clase obrera es que esta ultima debía constituirse en el punto de confluencia de dos líneas procesuales: una de ella, enraizada en la historia del marxismo; la otra, en la tradición nacional-popular latinoamericana. Esta pluralidad de puntos de articulación permitía elevar a la clase obrera, mas allá de sus intereses corporativos, a lo que, en términos gramscianos, podemos llamar su función hegemónica. Reconstituir esta doble línea histórica era, para Ramos, parte integrante de la formación de la conciencia proletaria.

¿Qué es lo que está vigente y qué es lo que esta caduco en la visión de Ramos? La idea de presentar una imagen alternativa de la historia latinoamericana, que partiera del hecho primario constituido por las luchas de los oprimidos y por sus intentos sucesivos de constituir un pueblo en su oposición al poder, sigue siendo plenamente vigente. Pero el intento de plasmar a ese pueblo en torno a una identidad de clase y, más aun, el concebir a esa clase como constituida políticamente en torno a un partido separado y desligado de toda pertenencia movimientista, representa un punto de vista perimido. Ya en los años 60 comenzábamos muchos a intuir que la teoría socialista requería ser radicalmente reformulada. Se estaba dando una tercerización de la estructura social que reducía la incidencia global del proletariado industrial clásico; se daba una proliferación de nuevos antagonismos y puntos de ruptura que desbordaban por mucho los limites clasistas del paradigma socialista tradicional; y a estos cambios (que representaban los albores de la globalización) correspondía una nueva y creciente centralidad del momento político en la constitución de las identidades colectivas. Esto exigía mediar entre antagonismos muy diversos ya que no se daba ninguna unificación automática en torno a una base de clase. Con esto resultaba obsoleta la idea de un partido de clase y ganaba terreno la idea de una articulación movimientista, más abierta y flexible.

Todo esto me fue alejando paulatinamente del ramismo. Recuerdo la ultima discusión política que tuve con Ramos en 1968 en el café Tortoni. Le dije algo así: ‘Ramos, el país está avanzando hacia una centralidad creciente del imaginario nacional-popular. Es una ola imparable. Lo que no está claro es quien va a ocupar ese espacio, y lo peor que le podría ocurrir al país es que sea ocupado por la guerrilla, porque eso conduciría a una derrota masiva y a un baño de sangre’ (debo decir que nunca, ni en mis momentos más pesimistas, me imagine en esa época las dimensiones de la tragedia que después sobrevino). Hasta ese punto Ramos estaba de acuerdo. Pero luego yo le agregaba: ‘pero si vamos a ser un destacamento en esa lucha, es necesario descargar al partido de ferretería. No podemos seguir siendo una organización semi-trotskista, anclada en la visión leninista del partido de clase. La gente se moviliza por formas ideológicas mucho más simples’ (mi futura noción de ´´significantes vacíos´´ comencé a pensarla en aquellos años, al calor de esas experiencias). Y ahí es donde Ramos no entraba. El estaba demasiado anclado en la idea leninista del partido. Esa fue la última vez que lo vi a Ramos. Pocos días después nos fuimos del PSIN y no tuve contacto con Ramos por 25 años. A comienzos de los 90 me envió a Londres un libro suyo, con una dedicatoria muy afectuosa. Quedamos en tomar juntos un café la primera vez que yo fuera a Buenos Aires, pero el falleció poco antes de mi viaje,

Vista con perspectiva, la obra de Ramos representa un punto de inflexión clave en la historia de la izquierda argentina. Con el se rompe el cordón umbilical que mantenía atada a la izquierda al imaginario histórico del liberalismo oligárquico. Leer a Ramos es un imperativo para todos aquellos que quieran construir un discurso político concorde con las experiencias políticas populares que tienen actualmente lugar en nuestro continente. Es una lectura, sin embargo que no debe conducir a una adhesión ciega al discurso de Ramos –en esta nota he señalado con claridad los muchos aspectos en que hay que ir más allá de Ramos- sino a reconstruir una genealogía indispensable para el accionar político de nuestro tiempo.

Texto de Ernesto Laclau para la 2ª edición de la obra de Enzo Alberto Regali

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