De la República insular a la Patria Grande

Jorge Abelardo Ramos

Europa derramó sobre la América criolla todo género de artilugios y de especiosas razones, farmacopeas doctrinales y electrizantes sueños revolucionarios. Solo una cosa nació de la América misma que no se importó y que resultó la única verdadera. Es la idea de que sólo unidos seremos, y si no, no seremos. “O inventamos o erramos”, decía, hacia 1824, Simón Rodríguez el genial maestro de Bolívar. Pero el poder de los imperios anglosajones o latinos parecía invencible al vencer Bolívar en 1830 en Santa Marta, abandonado por todos y cuando San Martín desaparece en 1850, envuelto en un silencio sepulcral. Los Estados latinoamericanos, precariamente unidos por las armas, rompen el pacto de unión. Se erigen miserables soberanías de provincias exportadoras, agobiadas de Constituciones, agobiadas de Constituciones, aduanas, ejércitos y parlamentos, independientes solo para pagar sus gastos y sometidas a la diáspora de la Patria Grande. Las doctrinas redentoras aparecieron luego, tan importadas como el poder saqueador. Un rasgo une a unas y a otros: se supone que aquí hay veinte naciones. Hay que someterlas una por una o liberarlas por separado. De este modo las alternativas de la revolución latinoamericana no encuentran respuesta. La sociedad moderna pudo imponerse a cada República con la matriz ideológica, pero no real del capitalismo occidental: capitalismo, burguesía nacional, liberalismo, clase obrera, socialismo, democracia, parlamentarismo. En cada país latinoamericano, condenado al aislamiento recíproco y a un vinculo monoproductor y unilateral con el sistema mundial, aparecen, como si se tratara de creaciones de su historia propia, el positivismo o el existencialismo, el librecambismo o la teoría marginalista, la literatura hermética y los misiles, el marxismo (en docena de extravagantes versiones) y hasta grupúsculos filo-fascistas o monárquicos. El prestigioso poder de tales vocablos se funda en la ciencia o en la autoridad de Europa. Los valores de allá transmigran. Y se asientan aquí como la cosa más natural del mundo. Hasta el género histórico sufre una torsión inferiorizante, como aquellas historias blancas sobre África. El reduccionismo europeo obra el milagro de transformar la historia universal en historia de Occidente y juzga sus leyes reales o presuntas según la óptica de Europa. De este modo Brasil es desgajado de América Latina, lo mismo que el mundo antillano. Análogamente, cada uno de los Estados hispanoamericanos se ve obligado a diseñar su propia geografía o mitificar su historia peculiar. Sin embargo, cuando los americanos del Sur enfrentaron al más poderoso Imperio de la época en las montañas de Ayacucho, no lo hicieron cada uno por separado. La victoria fue fruto del esfuerzo común. Todos ellos, empezando por los Libertadores, comprendían claramente que en la América del Sur se dirimía una cuestión nacional. Corrido el tiempo, cada tanto, un sacudimiento sísmico reflejaba la memoria colectiva. Así fue al estallar en 1910 la Revolución Mexicana, cuando aparecía extinguida la leyenda heroica de las guerras de la Independencia. Lo mismo ocurrió cuando el general Sandino se levantó con un puñado de héroes en las Segovias, en la década del 30. Desde la revolución peronista, el triunfo de la Cuba de Castro, el movimiento de los tenientes en el Brasil de Prestes y Vargas, la República Socialista de Chile con el coronel Marmaduke Grove, la abolición del pongueaje y el martirio indígena en el Perú de Velazco Alvarado, hasta la gesta gloriosa de la guerra de Malvinas, innumerables episodios revolucionarios han ennoblecido la historia de América Latina y le han recreado un impulso hacia el porvenir. Peor cada vez que un proceso revolucionario particular se inaugura en un país hermano de América Latina, el imperialismo y su aparato interno de estupidización ideológica reactúan con furia. Para descalificar a la Cuba de Fidel Castro, algunos la describen pura y simplemente como un instrumento del bloque soviético y la misma expresión tiende a aplicarse a los sandinistas. A Perón, otros lo calificaron de fascista; al general Velazco Alvarado, el emancipador del indio peruano de la sierra, le colgaron el sambenito de dictador; al presidente Allende, los voceros del imperialismo lo estigmatizaron como marxista y los de la ultraizquierda, como burgués reformista. Sin embargo, todas las medidas económicas y sociales de Allende lo definían como un nacionalista. Eso le costó la vida. Pues en América Latina la obligación moral y política, por orden de importancia, es ser nacionalista latinoamericano; y luego, según los gustos, se podrá añadir la condición de derechista o izquierdista. Ante todo la Patria común, la Nación de Repúblicas; y después los medios para emanciparla. Hasta la Iglesia de Roma, en Puebla, ha descubierto América por segunda vez. En la lucha de los grandes colosos, América Latina solo podrá intervenir con su formidable importancia potencial sin une sus partes dispersas. Para avanzar hacia ese objetivo, es preciso reunir la energía y el coraje intelectual necesario para desembarazarse de la ferretería ideológica de Europa y readquirir el perdido hábito de pensar por nosotros mismos. Es preciso ver en cada episodio político latinoamericano, no solo las influencias reales que las potencias ejercen en ellos, sino también las corrientes propias y profundas que se mueven bajo la superficie. Cuando perón inició una política de unión aduanera con Chile y con Brasil, resultó acusado en todas partes de propulsor del imperialismo argentino, además de ser un notorio fascista. Tal es la suerte de los patriotas en nuestra época. Sus acusadores integraban la opinión democrática que empolla el imperialismo en cada país latinoamericano para falsear su destino. Más allá de las distinciones ideológicas, que el imperialismo emplea para dividirnos, los países de la América criolla debemos ayudarnos y comprendernos en la gran patriada de ser libres.

La Nación Inconclusa – Ediciones de la Plaza – 1994 –

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