Aurelio Narvaja – La ideología en la Revolución Nacional

Jorge Abelardo Ramos

Un gran argentino, Aurelio Narvaja ha muerto, en su memoria el embajador argentino en México y presidente del MPL Jorge Abelardo Ramos escribió las líneas que siguen.

Cuando me disponía a escribir unas líneas recordatorias de la vida y pensamiento de Arturo Jauretche, fallecido el 25 de Mayo de 1974 -año feroz si los hay- recibo en México, en este otro Mayo de 1990, la dolorosa noticia de la desaparición de Aurelio Narvaja. Espontáneamente se impone al espíritu de la forzosa analogía entre estos dos grandes hombres de nuestra época, avara de grandes hombres y hasta de hombres.
La crisis de la moral pública y la deshistorización que le es propia, han logrado por ahora instalar en el centro de las preocupaciones nacionales al gremio de los tecnócratas y cuantitivistas. El Producto Bruto Nacional y el valor supuesto del dólar resulta materia de conversación hasta de los pordioseros y vagabundos, para no hablar de los banqueros, los artistas y los intelectuales. Los argentinos han sido saqueados, no solo en su presente existencial. Les ha sido arrebatado su pasado, el valor emblemático de sus hombres más notables y la conciencia de si mismos. Por este colapso espiritual la Nación se encuentra en peligro.

De nada serviría la preservación jurídica de los recursos naturales ni de los valores físicos del patrimonio nacional si el pueblo argentino extirpara de su corazón el recuerdo de las antiguas hazañas colectivas que le dieron existencias históricas o eclipsara de su memoria a los héroes civiles, intelectuales o militares que simbolizan esas jornadas.

Persiguiendo justamente ese propósito, el imperialismo se propone reemplazar el pensamiento abstracto por la técnica, una concepción del mundo por un puñado de “chips”. Mientras el bandidaje mundial de las grandes potencias anuncia “el fin de la historia” y “la muerte de las ideologías”, -verdadera ideología de los gerentes y coimeros- es un requerimiento inexcusable ofrecer a la juventud una visión retrospectiva bajo una luz crítica que le proporcione inteligibilidad al confuso presente y trace una perspectiva revolucionaria. La muerte de Aurelio Narvaja suscita tales reflexiones, puesto que en solo tres lustros han muerto con Jauretche y Narvaja, dos de los más notables argentinos del siglo XX. Así como las circunstancias históricas y, sin duda, sus inclinaciones personales, hicieron de Yrigoyen y Perón hombres inclinados a la acción, en el caso de Jauretche y de Narvaja prevalecieron los rasgos propios de los hombres de pensamiento. Narvaja me dijo una vez, irónicamente, que a pesar de que las circunstancias objetivas le impedían la acción política, no faltaría más tarde alguien capaz de opinar que permanecía aislado por su propia voluntad, en suma, por una suerte de misantropía política. Ironías aparte, lo cierto es que mientras Jauretche ansiaba actuar, su brillo y su intemperancia- que de algún modo constituían parte de sus excepcionales virtudes- le habían cerrado el camino del éxito en la política práctica. Jauretche era demasiado genial, avasallador y agudo para que Perón- que no era exactamente una humilde violeta- pudiera tolerarlo a su lado. Por su parte, Narvaja, que no se mostraba al público como Jauretche (muy por el contrario, sentía horror por las luces del escenario) a diferencia del anterior, era un hombre íntimo, un conversador infatigable de un solo interlocutor o a lo sumo de dos. No creo recordar que ni siquiera en nuestra juventud haya participado en alguna reunión de una docena de militantes más de un par de veces.

Desconocido para el mundo por propia decisión la importancia de Narvaja no puede medirse por la notoriedad, siempre efímera. Si la fama midiese la importancia de un hombre, Al Capone, Cantinflas o Neudstadt figurarían en la historia moderna a la par de Freud, Einstein o Marx.

Aunque rehuía tenazmente toda publicidad, Narvaja no abandonó jamás su labor, que consistió exclusivamente en repensar la patria hasta la raíz y en indagar de que modo un socialismo a la criolla podría remediar las aflicciones del pueblo argentino. Ocasionalmente dictaba sus observaciones y análisis a algunos de sus raros acólitos. De tales dictados proceden no pocas páginas publicadas con nombres ajenos. Jamás escribió una carta personal ni política y, como es lógico carecía de archivo. Hace un par de años dictó a su mujer algunas notas de índole político-teórico, que una tercera persona transcribió a maquina.

Me ofreció esas notas y me autorizó a publicarlas, pero sin su nombre. De modo que le inventé un seudónimo, con una escueta biografía y la publique en la revista “Amauta” de Buenos Aires, con la firma de Samuel Artaza. Lo imaginé misionero, en la tierra roja, naciendo allí mismo donde un triángulo de fronteras une por sus tres ríos simbólicos al Paraguay, la Argentina y Brasil. Pero, en realidad, Narvaja había nacido en Santa Fe en 1913. Primero, se graduó de contador y luego de abogado. El primer diploma le parecía antipoético y si algo poseía Narvaja era una poderosa imaginación creadora. En cuanto a sus títulos universitarios, los mantuvo encerrados bajo llave toda su vida.

Cuando se incorporó a la vida universitaria, a comienzos de la década del 30, el coloniaje intelectual de la Argentina agraria, sumida en la crisis mundial, no podía ser mayor. Había sido derribado Yrigoyen. Sus partidarios eran embarcados hacia el tenebroso penal de Ushuaia. De cara al Polo Sur, los intereses británicos designaban al contador Raúl Prebisch como gerente del Banco Central, diseñado a su vez por Sir Otto Nicnemeyer, técnico del Banco de Inglaterra. Se amarraban así, las finanzas argentinas a la voluntad de los Ferrocarriles de Londres y de los compradores de carne argentina en el Mercado de Smithfield. Los partidos políticos soportaban impávidos el fraude electoral impuesto por la oligarquía conservadora, bajo la protección paternal del Ejército del General Agustín P. Justo, encaramado al poder mediante los buenos oficios del Dictador José Félix Uriburu. El nacionalismo patricio sospechaba de los obreros y de la chusma. Pero salvaba su alma investigando la historia de Rosas o la literatura monárquica francesa. A su lado, la izquierda socialista y comunista dividía sus preferencias entre la democracia colonial del Laborismo Británico o el puño de hierro del georgiano Stalin. Este último se disponía a fusilar a los fundadores del Estado Soviético, en tanto recibía como premio los elogios de los demócratas occidentales y las bendiciones de Roman Rolland, Pablo Neruda y Henri Barbusse. No había pastor de almas en la década del 30 que no aprobara juiciosamente los procesos de Moscú.

Aunque admirador de la insurrección de octubre, como toda su generación, el joven Narvaja asumió sin vacilar la critica del stalinismo, cuya influencia e inmensos recursos materiales dominaban por completo el campo de la izquierda mundial. En otro campo, Mussolini y Hitler encuadraban a las derechas.

Orondos y satisfechos, los imperios coloniales de occidente habían patentado la propiedad de la “Democracia”. En dicha época, solo Gandhi en la India o la Revolución Mexicana en América Latina encendían una luz de esperanza a los pueblos del Tercer Mundo. En su mayor parte manipulados por tropas extranjeras, banqueros cosmopolitas o mansos abogados nativos.

Claro está que hay que asumir una posición socialista, independiente de todo centro mundial de poder, inquisitiva de la específica realidad de su patria, era una verdadera proeza intelectual y moral que emprendió Narvaja casi solo.

Eramos un puñado de jóvenes totalmente aislados. Defendimos el honor revolucionario de un exiliado célebre, maldecido y execrado por el aparato totalitario de la Unión Soviética, ante la indiferencia cómplice de la canalla democrática de la época. Pues Trotsky no solo representaba en escala genial la tradición de un pensamiento creador, sino que fue la única personalidad mundial que explicó y defendió la valerosa política de nacionalización del petróleo iniciada por la Revolución Mexicana bajo la conducción del General Lázaro Cárdenas.

Si el nacionalismo patricio en la Argentina se limitaba, acondicionado familiarmente por la gran propiedad agraria, a reclamar el regreso a una república señorial colmada de antiguas virtudes, y su visión de la historia nacional reducía el pasado al culto de los héroes, el marxismo doméstico, en sus plurales variantes, situaba la clave de la dicha humana en la dictadura del proletariado y en el internacionalismo obrero, máscara del nacionalismo gran-ruso.

Estuvimos con Narvaja contra el ingreso el ingreso argentina a la “guerra por la democracia”, en tanto los imperialismos de ambos bandos lanzaban a la humanidad el genocidio nuclear más trágico de la historia. También en esa lucha estuvimos solos, o casi solos. La izquierda, quien podrá dudarlo, estaba a favor de que los argentinos derramaran su sangre en apoyo de Inglaterra o Francia. Son los mismos y sus descendientes que consideraron luego, que la guerra de las Malvinas fue una “aventura criminal”.

Para el stalinismo local se trataba de examinar la situación de América Latina o de la Argentina, bastaba con ojear los macizos volúmenes de la Academia de Ciencias Marxistas-Leninistas de Moscú. Con tales fundamentos y el precioso auxilio del castellano macarrónico de Victorio Codovilla, el stalinismo practicó el culto a Marx o a Stalin sin perjuicio de servir a Comte en filosofía, a Mitre en la historia y a Adam Smith en el libre cambismo británico. De este modo, y con una pupila puesta en Moscú, la Argentina resultaba ininteligible para el stalinismo. Así le pasó con Yrigoyen y con Perón, con los peones rurales (que no eran “mujiks”) y con los obreros industriales. Narvaja desenredó la turbia y confusa madeja de los intereses extraños a la revolución y se atrevió a emplear vocablos nuevos en la estéril política argentina de izquierda y derecha: “bonapartismo”, “bismarkiano”, “balcanización”, “burguesía industrial”. En lugar de la “lucha de clases” de los papagayos, Narvaja instaló en el debate “la cuestión nacional”, que no excluía los conflictos.

Al producirse el 17 de Octubre, cuando aún las masas que habían protagonizado los sucesos no sabían exactamente como llamarse a si mismas, en el periódico “Frente Obrero”, Narvaja interpretó sobre caliente, los acontecimientos e inventó una palabra que sería luego bastante conocida: peronismo. Sin comprometerse con el Coronel Perón, marcó a fuego a sus adversarios de la izquierda y la derecha, abrazados y petrificados en la “Unión Democrática”.

Nadie explicó el origen y significación del peronismo, en el mismo momento, más lucida y rigurosamente que Narvaja. Asoció a la izquierda socialista la palabra nacional por vez primera. La clientela pequeño burguesa del gran puerto, aunque han pasado dos generaciones, aún no se ha repuesto de la consternación.

A ninguna lumbrera de la desmañada e imitativa “inteligencia nacional”
Se le hubiera jamás ocurrido reflexionar en el carácter dual o problemático de los Ejércitos en el Tercer Mundo o el papel peculiar que la fe religiosa puede jugar como equivalente histórico de las ideologías políticas revolucionarias no plenamente desenvueltas en los países colonizados.

Nadie pensó antes que Narvaja en tales temas, así como en el rol que podía jugar el Estado Nacional como escudo defensivo en los países débiles. Narvaja esbozó tales ideas hace treinta o cuarenta años. Lo hacía a la manera socrática o yrigoyeneana, sin poner nada por escrito. Que yo recuerde, los únicos artículos que escribió de su propia mano fueron los publicados en setiembre y octubre de 1945 en “Frente Obrero”. Lo emparentaba con Jauretche el procesamiento verbal de sus ideas y la natural indiferencia que ambos profesaban por la utilización social de sus conceptos y ocurrencias.

Su contribución más notable a la formación de un pensamiento genuinamente argentino y latinoamericano es haber despojado por completo al socialismo de toda connotación europea, recreación profunda que no lograron consumar ni siquiera los nacionalistas tradicionales, las mas de las veces preocupados por Maurras o Belloc. Tanto Jauretche como Narvaja estimaban a Yrigoyen. Pero en Narvaja había una imposibilidad casi orgánica de aceptar nada sin examen crítico. A diferencia de Jauretche, que amaba la política concreta, aunque sin ser correspondido, le tocó a Narvaja estudiar y reflexionar sobre la urdimbre estructural de la política argentina, y en particular sobre el origen de los actos presentes. Se producía entonces, una sobreabundancia de alternativas posibles, que de algún modo lo mantenían al margen de la acción política. Esta acción por su propia naturaleza, se presenta siempre como una opción entre otras y asume, por tal razón, un carácter especifico e inevitable. Semejante opción no solo resultaba intolerable para Narvaja, sino que adoptarla era reducir el campo de su observación como pensador. No tengo duda que Narvaja se sentía cómodo en pensar en la sombra. Coma a Yrigoyen le resultaba grata y protectora cierta dosis de misterio.

Al principio de nuestra relación, que estuvo lejos de ser armónica, (cuarenta años después de conocernos no habíamos llegado a tutearnos) le reproché en broma, que sus métodos de acción política en, en esa época, eran “yrigoyenistas”. Para los jóvenes revolucionarios de ese tiempo, empapados en la jerga “científica”, aquel resultaba un vocablo sorprendente y, de algún modo, descalificador; en suma no científico y demasiado criollo. Recuerdo que Narvaja, contra lo que yo había imaginado, quedo encantado con semejante calificativo y lo encontró elogioso. Muchos años mas tarde recordaba el episodio. A su sencillez y falta de empaque, lo explicaba diciendo que se trataba de una falsa humildad. Añadía que como él aspiraba, en política, a conquistarlo todo, lo que era imposible (porque además, según Narvaja, no daría un solo paso hacia la meta suprema, a menos que lo vinieran a buscar) era casi como no ambicionar nada. Tal situación de meditada y maliciosa modestia, lo llevaba generalmente a una autoafirmación bastante o

rgullosa de pronunciado egocentrismo, que solo resultaba soportable en gracia a su incisivo y desconcertante talento.

Narvaja logró desenvolver un estilo de pensamiento íntimamente tramado dentro del cual la economía se entrelaza con las ideas políticas, el pasado histórico y la psicología y costumbres nacionales. Todo lo cual permitía pensar a la Argentina como una totalidad comprensiva, abierta a todas las sorpresas de una historia infatigable. El amigo desaparecido enseñó a interpretar a la Argentina desde la Argentina misma. Adivinó todas las artimañas de los poderes mundiales, infiltrados en la estructura cultural e informativa de las semicolonias. Narvaja fue quizás, a pesar de todos sus aparejos marxistas, junto con Jauretche, el nacionalista más profundo e incorruptible que ha producido una Argentina singularizada en los días que corren por la trivialidad y la cobardía. Cierto es que nadie extrajo de tales aparejos tanto jugo vital.

Ya habían muerto casi todos sus escasos amigos. Elvira, la fiel compañera de su vida, a la que conocía cuando todos éramos jóvenes, había partido para siempre. Le envié no hace mucho tiempo un libro sobre el arte muralista mexicano. El volumen evocaba muchas cosas de nuestra juventud. Ya no supe nada de Aurelio Narvaja hasta hoy, en que escribo a vuelo de pluma este adiós imperfecto, como homenaje a quien fue la prueba cabal de que nuestro atormentado país todavía, pese a todo, es capaz de dar a luz seres humanos de su talla.


Mayo de 1990

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